Hay temas recurrentes en la reflexión de los escritores que cultivan el ensayo. Temas que a veces parecen olvidados, como si la vida bullente de las sociedades los hubiese superado, pero vuelven a aparecer de tiempo en tiempo como si, a pesar de todo, insistieran en volver a su reclamo siempre actual de nuevas perspectivas. Diríase que son como los sensores que los expertos suelen colocar en los volcanes para atisbar la aproximación de nuevas erupciones, siempre posibles aunque se los hubiese declarado ya extinguidos. Uno de esos temas es el de la cultura nacional, que en días recientes ha vuelto a esta página en la pluma de dos autores respetables.
En general, tiendo a coincidir con lo expresado por mi amigo y colega Juan Valdano, que es sin duda uno de los intelectuales más lúcidos del presente.
Con una existencia de imposible verificación en la realidad objetiva (o en lo que tomamos como tal), la cultura nacional ha sido imprescindible en el momento de dar sustento ideológico a los estados nacionales. Tanto como la nación y el mercado nacional, su existencia es puramente conceptual, pero sin ella, ningún estado nacional habría podido sostenerse. En el Ecuador, si el siglo XIX fue el de la invención de un país imaginario que proclamaba una libertad en la práctica negada a los indígenas, los negros y los mestizos, el siglo XX fue, por así decir, el siglo de la cultura nacional: siglo en el que se consolidó el estado nacional merced a la ideología de la cultura nacional, pese a la suma de desastres que pesaban sobre él.
El mundo, sin embargo, ha cambiado. Aunque no han dejado de reaparecer nacionalismos de diverso alcance, la tendencia general ha marcado un rumbo hacia la formación de entidades supraestatales y supranacionales. Las migraciones y la revolución tecnológica tienden a borrar las barreras del mundo, y si no han desaparecido las culturas nacionales, están en vías de eclipsarse igual que las naciones. Acabamos de ver a un país como Francia representada en el mundo por un grupo de migrantes africanos que se reconocen tan franceses como Juana de Arco. Y aquí mismo tenemos desde hace diez años una constitución que da existencia legal a otras naciones minoritarias como integrantes de la nación ecuatoriana. ¿Cultura nacional? ¿La literatura de los 30, el pasillo, y la pintura de los indigenistas? ¿Y la cultura tsáchila, o la shuar, no son acaso ecuatorianas? ¿De qué cultura nacional hablamos, si la constitución proclama un estado pluricultural?
Parecería que ya no cabe discutir sobre este tema, cuyo carácter es tan obvio que sorprende verlo nuevamente expuesto, como si viniera a provocar nuevas discusiones. Pero no es así: esta reaparición no es más que un síntoma de la existencia de un problema aún no resuelto. Ya no es posible evadirlo. La pregunta es esta ahora: ¿qué significa hoy la reaparición del tema de la cultura nacional? ¿Cuál es la erupción que se aproxima?