Una de las consecuencias de la globalización es la tendencia a la uniformidad de emociones y percepciones. Los períodos de bonanza y de crisis se alternan y se difunden por el planeta. No es normal a esta altura de los tiempos que haya crisis en unos países y milagros económicos en otros. El temor, por desgracia, se contagia, por eso vivimos una etapa de pesimismo.
La economía está en mala situación, dicen los ciudadanos del mundo, según una encuesta realizada por el Centro Pew entre 48 000 ciudadanos de 44 países y publicada en el diario Las Américas. El 60% de los consultados piensa que la economía está en mala situación en sus respectivos países. Los casos extremos son Grecia donde el 97% de los consultados tiene una visión negativa y China donde el 89% tiene una visión positiva de la economía. Son malos tiempos para los gobernantes porque es inevitable que se les endose a ellos el problema.
El clima político mundial tampoco alienta el optimismo porque se multiplican los problemas de apariencia insoluble. El ébola asola las regiones más pobres de la tierra y el mapa de la guerra solo puede ser interpretado por unos pocos especialistas. El problema mundial va más allá de las discrepancias entre Irán y Arabia Saudita, entre Estados Unidos y Siria, entre sunitas y chiitas. La amenaza de un califato universal coloca en el mismo bando a todos los islámicos y ha obligado a colocarse, juntos, en el otro bando a demócratas y republicanos en Estados Unidos. El perfil del enemigo se ha desdibujado, igual que el perfil de los amigos. El islamismo está por encima de las nacionalidades, y hay islámicos en Alemania, Francia e Inglaterra, en los estados árabes, en Estados Unidos y en Latinoamérica. El presidente Obama en su esperado discurso acerca del plan antiterrorista dijo que el Estado Islámico ni es islámico ni es un Estado, pero derrotarle es la prioridad.
Desde que Abu Bakr Al Bagdadi proclamó el califato islámico, asistimos al peligro de disolución de los Estados como ocurrió en Libia y en Iraq y a la proliferación de caudillos que no conocen fronteras ni normas civilizadas y tienen como objetivo único acabar con los que no son como ellos.
Este panorama mundial puede conducir a la cultura del miedo que es la respuesta emocional a la percepción, cierta o imaginaria, de un peligro inminente. También puede conducir a la cultura de la esperanza porque el temor genera, a veces, soluciones insospechadas, como el miedo a la guerra dio origen a la Unión Europea. El miedo conduce a replegarse, a encerrarse, a exagerar la autonomía y la soberanía; conduce a la resignación. Esperanza es confianza en la posibilidad de alcanzar objetivos; la esperanza se manifiesta en la inversión, en la alegría, en la relación con los otros. La cultura de la esperanza nos abre al mundo y nos libera de pesadillas.