Hugo Burel
El País, Uruguay, GDA
En su acepción popular que consigna el diccionario de la RAE, la palabra cultura define al conjunto de las manifestaciones en que se expresa la vida tradicional de un pueblo.
Muchos analistas sostienen que en el último medio siglo la izquierda, a favor de lo que postulaba Gramsci con el concepto de hegemonía cultural, ha ocupado espacios y establecido un dominio que formó parte de su estrategia para acceder al poder. Sin embargo, a mi modo de ver la influencia de esa cultura -que pretendió ser la mejor, la única válida- ya ha empezado a declinar.
Es probable que, cuando en un futuro mediato o dentro de 10 años, sociólogos e historiadores se decidan a estudiar este cambio con criterios objetivos y alejados de prejuicios ideológicos, citen uno de los hechos más notables de esa cultura en declive: la declaración de Eduardo Galeano cuando reconoció que no sería capaz de leer nuevamente ‘Las venas abiertas de América Latina’, acaso su obra más famosa.
Proviniendo del propio autor, la declaración revela un cierto desencanto y tal vez frivolidad. Conviene recordar que se trata de una obra exitosísima, traducida a 18 idiomas y que funcionó como manual de pensamiento para miles de lectores. El escritor fue lapidario con su histórico libro: “No tenía conocimientos de economía ni de política cuando lo escribí”, afirmó.
El tiempo de los textos reveladores, los catecismos dogmáticos, las consignas infalibles y la escritura proselitista, ha sido sustituido por la era del elemental Twitter, el caótico barullo de las redes sociales y la militancia electrónica que tipea consignas como antes grafiteaba paredes.
La cultura que hoy emerge se detiene en lo inmediato, que no es la revolución. Las banderas patrias aparecen cuando juega la Selección pero se olvidan en la efemérides. Los héroes que nos guían no son los intelectuales esclarecidos o los teóricos incansables, sino los futbolistas mediáticos que jamás se olvidan del casete a la hora de hablarle a las masas. El enemigo no es el FMI sino la FIFA. Acaso el cambio no pasa de ser una cuestión esquizoide: soñar el socialismo mientras corporativizamos el capitalismo.
La cultura dominante se eleva por sobre las ruinas de los grandes relatos. Es posmoderna, relativista y amante de las personas mediáticas. Confunde éxito con calidad y privilegia la forma sobre la sustancia. Es autocomplaciente y se alimenta de ese aparato misterioso que nadie ve pero funciona sin pausas. Permea de manera horizontal a todas las clases sociales porque su escenario es lo audiovisual y su discurso se construye con eslóganes e ideas sueltas.
Al operar desde las pantallas (de la televisión, la computadora, el celular y ahora la tableta), sus contenidos se nutren de lo inmediato, lo fugaz y la discutible idea de que si algo es popular necesariamente es bueno.
Pero esta cultura ya no es más producto de una élite de iluminados que divide el mundo entre buenos (nosotros) y malos (ellos), sino de la credulidad, la pereza conceptual y el pensamiento light.