Reflexionar sobre la Casa de la Cultura, de lo que ha sido, lo que es y lo que debería ser, parece hoy necesario cuando los vientos encontrados de la polémica baten, una vez más, sus añosos muros. En una institución como esta, fundada hace décadas y con una tortuosa historia de búsquedas y olvidos, surgida con una clara orientación nacional y como respuesta a las incitaciones y apremios de un momento histórico, siempre será ineludible la tarea de repensar sobre aquellas intenciones que auspiciaron su creación. Concebida como el hogar de la alta cultura de este país, un auténtico “foye” de las letras, las artes y las ciencias del Ecuador e imbuida, desde su origen, de ideales de libertad de pensamiento y expresión, esa atmósfera en la que florece la cultura, defendió siempre, a capa y espada, un ámbito de indispensable autonomía frente al poder de los gobiernos centrales. Aquella idea de su promotor, de convertir al Ecuador en una potencia de cultura gracias a las ingénitas capacidades espirituales, morales y artísticas de su pueblo, cualidades evidenciadas a lo largo de una historia milenaria, movilizó, en su momento, a una generación de intelectuales, escritores y artífices que respondieron al llamado con la producción de una vasta obra en el campo de la literatura, la plástica, la música, las ciencias sociales.
La gran cultura de una nación ha sido siempre el producto sazonado de una élite que recoge los valores vitales, morales e intelectuales que decanta la tradición de una comunidad para, a partir de ella, elaborar la obra nueva, el pensamiento propio en los que se trasluce el espíritu de un pueblo. Los grandes artistas y escritores, los filósofos y científicos no son multitud, nunca han sido tribu estridente; al contrario, han formado una clase, si bien inestable en lo social y más bien contestaria frente al poder, muy caracterizada por su labor eminentemente silenciosa. No se los encuentra en las plazas avivando al mandamás de turno, sino en la privacidad de las aulas y bibliotecas.
Por ello, llama la atención las declaraciones de quien hoy preside la institución, el escritor Raúl Pérez quien obedeciendo, quizás, a la moda de la cultura de masas, a la estridencia, al demagógico eslogan de que “la Casa ya es de todos”, distorsiona la naturaleza de la entidad al centrar su acción en la alienante informalidad de las “tribus urbanas”. Sabido es que estos grupos ya tienen sus favorecedores en los departamentos culturales de los municipios. Tal es su ámbito propio. Y ello no es todo, lo inaceptable sería que a tan preclara institución se la arroje a la vorágine de la lucha partidista, se extravíe su autonomía instituyendo en su seno la veleidosa política vendiendo su alma por un plato de lentejas.