He confirmado que la política es cuestión de silencio. Es asunto de escuchar a quien tiene el privilegio de la palabra, al que puede decir, al que tiene el poder de la propaganda y el monopolio de la verdad. Es asunto de monopolio de los unos y de sometimiento de los otros. Es tema de voces únicas y de discursos sin réplica. Es grave problema de obediencia, de sumisión, de cabezas inclinadas.
Siempre sospeché que la cosa era así, y que la participación, las libertades, los debates, no eran sino ficciones necesarias, inventadas y aceptadas para sobrevivir, para hacernos la idea de que somos soberanos, de que tenemos derechos, de que hay algo que se llama libertad. Inventadas para que el trago de la sumisión sea menos amargo, para que nos hagamos ilusión de la dignidad y admitamos el cuento de la ciudadanía. He confirmado que la política, la vieja y la nueva, son y serán sustancialmente asunto de masas silenciosas, indolentes, aburridas, o de tumultos que aplauden, que agitan banderitas y saludan. En todo caso, cuestión de silencio, porque el aplauso de esa clase implica renuncia a cualquier posibilidad crítica, supone afirmación irracional.
Cuestión de silencio que desmiente la retórica de la democracia, porque ella, se supone, es principalmente derecho a decir, a pensar, obligación de disentir, de opinar. La democracia, se decía, y lo decían quienes esta semana callaron en el escenario de la Asamblea Nacional, que era hija y fruto del debate, del choque de ideas, de la confrontación de tesis, y de la igualdad de condiciones para participar. La práctica política del país indica que nada de eso es la democracia, o, al menos, esta que vivimos. Que la tesis prevaleciente y la consigna que se obedece es la del silencio impuesto a los otros, a los que están fuera, a quienes discrepan del proyecto, e incluso a algunos ingenuos que fueron parte del círculo de poder y que ahora –tarde ya- lamentan el error, y sin embargo pretenden convertirse en alternativa.
Paradójico y penoso: los que crecieron y llegaron al poder por la vía del debate, los que hicieron del micrófono y de la entrevista el trampolín para surgir y llegar, ahora los silencian. Ahora, en tiempos de mística y de ciudadanía, la opinión es un pecado, o por lo menos, un riesgo. Los juicios sobre tesis políticas no pueden ser materia de opinión pública ¿Y qué es la democracia entonces, no es un juicio permanente, una opinión cotidiana sobre el poder y sus tesis, sobre la oposición y las suyas? ¿Puede ser la democracia un sistema de blindajes, de limitaciones, de obediencias, abstenciones y silencios?
Renán decía que la nación es un plebiscito cotidiano ¿Cómo hacer ese plebiscito, ese sistema de adhesiones o de críticas, sin opinión? ¿Será otro el plebiscito el que estamos inaugurando por acá, uno de silencios, de limitaciones, de libertades condicionadas?