Charles Dickens es el escritor más grande de todos los tiempos. Él lo es por su prosa magistral e hipnótica, por su humor y su compasión y su ternura, por sus personajes inolvidables a los que vemos aparecer por primera vez en la distancia, y con una sola palabra ya sabemos cómo van a ser el resto de la vida. “Ya lo soy”, le respondió Dickens a un profesor del colegio que le dijo que algún día sería muy importante.
Y el nombre de Dickens, como se sabe, está asociado a la Navidad más que el de cualquier otro escritor o artista en el que uno pudiera pensar de un solo golpe por cuenta de su famosa Canción de Navidad que todos hemos leído o visto, aun sin saberlo; que todos recordamos así no sepamos de quién es ni cuándo nos cruzamos con ella por primera vez en la vida.
La historia del viejo y millonario Ebenezer Scrooge, un avaro que odia la Navidad y que pasa los días contando monedas con sus manos temblorosas y enjutas, encorvado, huraño. Pero una Nochebuena su sobrino Fred lo invita a celebrarla con él y Scroogeb se niega con repugnancia. Su pobre trabajador, Bob Cratchit, también se va para su casa, explotado y noble como siempre. El avaro se queda solo, alumbrado solo por la luz de un candil tan tacaño como él mismo.
El resto de la historia ya lo conocemos de sobra: el espíritu de Jacob Marley, un viejo socio, se le aparece a Scrooge para advertirle que no hay peor infierno que el de un avaro; que la avaricia es el infierno, en este mundo y en todos. Luego llegan, en orden, los tres espíritus de la Navidad: el de la “pasada”, con sus recuerdos y nostalgias; el de la “presente”, con su soledad; y el de la “futura” que le muestra a Scrooge la tumba de un hombre abandonado: la suya. Lo curioso es que el nombre de Scrooge le llegó a Dickens justo así, como Juan Rulfo encontraba también los de sus personajes: en las tumbas. En una lápida escocesa de un presunto sobrino de Adam Smith, Ebenezer Lennox Scroggie, que antes que un avaro era un bohemio y un sibarita sin freno. Se trata de una historia falsa y apócrifa, pero tan bella y tan paradójica que debería ser cierta.
Aunque las verdaderas fuentes de inspiración de Dickens para Un cuento de Navidad no son menos interesantes ni menos asombrosas: por un lado, el terrible relato ‘Cómo Mr. Chokepear pasa una feliz Navidad’, aparecido en 1841 en la revista de humor Punch. La historia de un hombre implacable y perverso.
Y por el otro lado está la vida de novela de John Elwes: un célebre avaro y político inglés del siglo XVIII, de verdadero apellido Meggot, por el que Dickens sentía una extraña fascinación (también lo menciona en Nuestro común amigo), y cuya mezquindad era tanta como su infinita riqueza. Era tan rico que vivía en un castillo, pero tan tacaño que allí vivía a oscuras para no gastar las velas.
Cuenta el capitán Topham, su biógrafo, que John Elwes no se cambiaba jamás la ropa para no gastar agua ni jabón. Que hacía largas filas con los pobres para comer gratis lo que fuera. Una vez, en una taberna, alguien preguntó por él como un “caballero”. El mesero respondió: “Aquí no había ningún caballero, solo un mendigo”. Los tacaños no van al infierno, ser tacaño es el infierno. Lo dice Scrooge en un cuento de Navidad.