Cuenca es una de las más bellas ciudades de Ecuador, con una de las mejores y más variadas plantas hoteleras del país, gastronomía de alta calidad en constante evolución, multiplicidad de actividades y deportes de naturaleza, atractivos geográficos, impecables servicios médicos estéticos, arquitectura con calidad de exportación, bellas artes de gran valía e innovación, chocolate no superado en sabor, los mejores sombreros de paja toquilla, riqueza étnica, un bagaje cultural propio e intenso, universidades emblemáticas, un fabuloso centro histórico declarado por la Unesco: Patrimonio de la Humanidad, industrias que apuestan a la internacionalización, importadoras que abastecen infinidad de artículos y bienes de capital a todo el país.
Tanto tiene Cuenca que siempre se la ubica junto a Quito y Guayaquil, en importancia económica y pujanza de su gente.
Sin embargo, desde hace 4 años, voceros del sector turístico, informan de lo mal que le va a esta actividad y divulgan con frecuencia las decrecientes estadísticas hoteleras: ocupación del 24,09% en el 2016; 25,53% en el 2017 y 27,41% en el 2018. Paradójicamente, además de infinidad de reconocimientos internacionales, Cuenca siempre gana los famosos “Oscar del Turismo” y por tercer año este 2019 se llevó el “Mejor Destino de Vacaciones Cortas de Sudamérica”. Estos galardones son tan prolíficos que ya habrá premios al “Aeropuerto con el Café Capuchino más cargado” o al “Mejor Destino para Padres Solteros”.
Los culpables del descenso permanente de turistas -que lamenta uno de sus portavoces- son: no dejan parquear a las busetas en la entrada de los hoteles, la construcción del tranvía, hotelería informal, mala conectividad con Quito y Guayaquil, falta de frecuencias aéreas y un largo etcétera que incluye al terremoto de Manabí. Si queremos abonar a la tragedia, no he visto a Cuenca en ferias internacionales en estos años y la ejecutiva de una entidad me informó que promocionaba la ciudad trayendo “influencers” en vez de la antigua generación de contenidos para los medios de comunicación convencionales y los clásicos, aunque trabajosos press trips.
El mundillo de la operación turística es muy susceptible a las malas opiniones. Cualquier incomodidad hace que los turoperadores deserten y cuesta trabajo regresarlos. No así las familias ecuatorianas, que son el cliente directo no solo más fiel, sino también solidario.
Hablar mal de uno mismo no es buen negocio. Nadie quiere hacer transacciones con quien está mal económicamente; o, es una oportunidad para que los embaucadores se aprovechen de la desesperación de la gente: como los falsos periodistas turísticos o aquellos que ofrecen ‘dar vendiendo’ la desocupación.
Decir lo mal que está el turismo, es tan malo como decir que no vengan. Con la misma cantidad de aire y tinta se puede mostrar con alegría las bellezas de Santa Ana de los Ríos de Cuenca.