La tercera ronda de negociaciones entre Estados Unidos y Cuba no ha ido bien. Ambos países marchan en direcciones opuestas. Cada uno movido por sus percepciones y por el sentido de su misión histórica.
Están condenados a chocar.
La inercia política y diplomática estadounidense lleva a Washington a intentar cambiar a los regímenes manifiestamente hostiles. De ahí surgen listas de naciones terroristas, denuncias por violaciones de derechos humanos, respaldos a los disidentes y transmisiones por onda corta de las informaciones escamoteadas por las dictaduras.
Por la otra punta, las creencias y convicciones castristas, aunadas a las urgencias imperiales de Fidel, precipitan a sus gobernantes a intentar destruir al adversario. Esa es la visión del Foro de Sao Paulo, los países del socialismo del siglo XXI, Alba, el abrazo con Irán, Hezbollá y las narcoguerrillas.
Cuba percibe al Gobierno de Estados Unidos como el administrador de un sistema genocida que se alimenta del Tercer Mundo. Por eso propone exterminarlo.
Fidel, que padece de ideas fijas, lo expresó -en junio de 1958- a su confidente y amante Celia Sánchez en carta fechada en la Sierra Maestra, mientras luchaba contra Batista: “Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero”.
La clase dirigente norteamericana, en cambio, ve a EE.UU. como la primera potencia del planeta. Una nación que, por su peso y sentido de la responsabilidad, debe darles sostén a las libertades mediante su enorme y eficiente aparato militar. Tal como antes le permitió salvar al mundo de nazis y fascistas y, luego, derrotar al comunismo en la Guerra Fría.
Como “cabeza del mundo libre”, durante décadas, Estados Unidos se impuso, además, propagar y defender la democracia, la economía de mercado y la propiedad privada. De ello –suponían– dependía el futuro de la humanidad. No sobrevivirían como una nación libre en un planeta dominado por un sistema diferente y hostil.
¿Y Cuba? Obama la ve como una pequeña, pobre e improductiva isla caribeña gobernada por unos ancianos pintorescos, tozudos sobrevivientes del hundimiento del comunismo, enfrentados con Washington como resultado de la Guerra Fría, que poco daño pueden hacer a Estados Unidos.
Por eso Obama –a contrapelo de los 10 presidentes anteriores–, que no entiende a los Castro, y que ignora que entre sus poderes no está el de elegir a sus enemigos, decretó unilateralmente el fin de las hostilidades y comenzó –creía– un proceso de reconciliación. No advirtió que el choque entre los dos países no es el producto de una fatalidad histórica, sino el encontronazo inevitable entre dos visiones y misiones adversarias.
Para reconciliarse realmente, uno debe salir de la cancha y renunciar a la batalla por imponer su modelo político. Ninguno está dispuesto a hacerlo. La lucha, por lo tanto, sigue.