En otras circunstancias, Rafael Correa estaría entregando la banda presidencial este 15 de enero. Han pasado cuatro años desde que aquel profesor universitario poco conocido ganó las elecciones presidenciales y dio un vuelco a la ya lesa institucionalidad del país. Me propongo hacer un análisis en cuatro entregas a lo largo de enero, recogiendo un poco los pasos y haciendo una proyección de su ejercicio y lo que ha significado para el país. Empezaré con el tema del liderazgo.
Joseph Nye escribió en el 2008 un libro impactante sobre el tema ‘Los poderes para liderar’. En él, Nye establece tres condiciones básicas, que son vértices de un triángulo que explican el concepto de liderazgo como un todo: el líder, sus seguidores y el contexto. Un líder se define por la capacidad de movilizar a la acción porque comparte con su gente metas comunes. Rafael Correa fue el producto del cansancio de casi una década de inestabilidad y de la inercia de élites políticas y económicas, incapaces de generar sentido para el país. El efecto del contexto ecuatoriano en el 2006 fue muy poderoso, y por eso tuvo más peso que los logros macroeconómicos del gobierno de Lucio Gutiérrez. Pero el contexto que tanto favoreció el ascenso de Correa está poco a poco desapareciendo. Cuatro años después, los seguidores dan vida a un proyecto político que básicamente es una persona, Rafael Correa. “El es el proyecto”, como diría una de las figuras más importantes de su propio partido.
En este punto, Nye hace una diferencia muy clara entre un liderazgo carismático y un liderazgo transformador. A pesar de lo evasivo del concepto carisma, muchos coinciden en que es la capacidad de fascinación, lealtad, miedo. Pero este tipo de liderazgo no está asentado solamente en las cualidades personales del líder, sino en lo que sus seguidores quieren creer que él es. Por eso, los liderazgos carismáticos pueden ser una verdadera montaña rusa –o llevar a la gente hacia el desastre o hacia la exaltación-. No hay medias tintas y estos líderes jamás se atan a sí mismos por convencionalidades como las leyes, las normas o la razón. Un liderazgo transformador es justamente lo contrario, aquél que usa su fuerza y su capacidad de persuasión para crear instituciones y personas diferentes que puedan ser mejores en ausencia del líder y con las cuales pueda intercambiar rápidamente posiciones de liderazgo que restrinjan su propio poder.
Es claro que, 4 años después, Rafael Correa pertenece al primer grupo. Si bien las condiciones favorables para su tipo de liderazgo se van evaporando en Sudamérica, todavía su magnetismo y la capacidad de enviar mensajes simbólicos a su población ha generado apoyo sin precedentes. Él no ha convertido ese liderazgo en una transformación positiva de la sociedad ecuatoriana en el largo plazo con más tolerancia, más respeto, más capacidad de forjar acuerdos y ceder posiciones.