Sonará un tanto borgesiano, pero cuando procuro crear mentalmente la imagen que mejor describa la situación política del país, me invade la idea de un pequeñísimo cuarto, forrado de espejos por todos los lados y a Rafael Correa mirándose en ellos. El reflejo se reproduce infinito número de veces: se acerca cada vez más mientras se empequeñece en el último reflejo visible. Vienen miles de imágenes que son copias de copias de copias de la imagen inicial. La proyección, cumple un doble propósito en mi mente retorcida, una ilusión óptica que simultáneamente proyecta su encierro e infinitud.
El contenedor, está completamente aislado de la realidad, tal como en los circos antiguos, en donde el microcosmos del reflejo interior no guarda ni la más mínima conexión con los payasos, los leones y el barullo del mundo exterior. De hecho el cuarto de espejos es ciento por ciento autorreferencial. Funge como refugio de lo externo, y no guarda consonancia con la dinámica fuera de él. Es un tiempo y un espacio donde cabe solo aquello que ya contiene, es decir a quien entró en el cubículo.
El cuarto es silencioso y quien se mete en él, no puede alcanzar a ver otra cosa que no sea la vacía proyección de sí mismo o escuchar el ruido exterior, los espejos tienen aislante. En ese diminuto mundo con reglas propias, el engaño es ley. La realidad percibida está distorsionada y no corresponde a la real. En tanto confiemos en el trompe d´oile, habremos caído en la trampa de creernos multiplicados ad infinitum, pensaremos que de verdad poseemos el don de la omnipresencia y que esta es inalterable.
Volvamos a la imagen del individuo atrapado en el cuarto de espejos. Su sonrisa repetida miles de millones de veces. Sus enfados, magnificados, al igual que su aislamiento y divorcio con la realidad. Un hombre, sus reflejos y una inmensa soledad.
Simultáneamente afuera los personajes del circo orquestan el resto del show.
Cada uno desempeña su rol, y nadie sale de guión. Los leones rugen mientras los payasos entretienen a niños, aunque cada vez se note que tienen que forzar su risa. Actúan como el bufón cliché, que insinúa amargura y hastío con pequeños gestos. Los trapecistas hacen lo suyo, pero la rutina de repetición es perceptible para el público. El balancín está desgastado.
Mientras transcurre el encierro suicida e irresistible a la vez, el show del circo continúa con un impulso que va creciendo. El sujeto que mira sus reflejos, no se percata, sin embargo que afuera, en el mundo real, marchan miles descontentos. Está convencido, en medio del deleite de su oronda sonrisa, que son pelagatos insignificantes. Ni siquiera los puede ver, al fin y al cabo, su pequeño narciso interno le tiene suficientemente entretenido.