“Te cuadre o no te cuadre el Corazón de Jesús será tu padre”, gritaba allá por los años 30 y 40 del siglo pasado Luis Humberto Toral, cuencano allegado al ARNE. Había que espantar a comunistas, protestantes, masones. El ARNE, uno de los movimientos más conservadores que registra la historia ecuatoriana, era la cara visible de cientos de compatriotas que calladamente temían que se les descuadrara la vida. Muchos hogares -a modo de fetiche protector- colgaban la imagen del Sagrado Corazón de Jesús en el zaguán de su casa, en la sala, en la habitación de los hijos. Los encuentro hasta el día de hoy.
Es sorprendente, sin embargo, que este espíritu conservador aún tan arraigado en la política ecuatoriana no haya merecido un estudio de fondo por parte de los historiadores contemporáneos. Cubre este vacío el flamante premio Isabel Tobar, “La República del Sagrado Corazón. Religión, escatología y ethos conservador en Ecuador” (Universidad Andina/ Corporación Editora Nacional) de Fernando Hidalgo, investigador ecuatoriano radicado en Sevilla. Extraordinariamente respaldado por documentación de época en buena parte olvidada, el texto en clave académica y a la vez deliciosamente coloquial (“rara avis”), nos lleva por los intricados caminos de la teoría y la praxis de las ideas conservadoras, ni tan puras ni tan santas, de las que bebían no solo el ala tradicional sino los mismos liberales. Los argumentos que usa Hidalgo para resolver esta y otras tesis son versátiles y convincentes. Las categorías religiosas -dice- fueron convertidas a categorías sociológicas; toda acción humana debía estar referida en última instancia a una génesis divina; su praxis no podía quedarse en la intimidad del hogar.
Entre 1880 y 1930 los conservadores se sintieron llamados a reconstruir la nación, su identidad, al nuevo patriota. En el fondo, seguían próximos al espíritu barroco, ahora modernizado. Ni fosilizado, ni estancado, el conservadurismo tuvo caras visibles -Jacinto Jijón, Remigio Crespo Toral, Julio Tobar Donoso- que apoyaron la dinamización de la economía o la política del país desde el positivismo y la doctrina social de la Iglesia. Según Hidalgo, la irrupción del liberalismo no borró la esencia de esta tradición, como se ha creído popularmente. Abogaron por la acción comunitaria; el ciudadano virtuoso era aquel que se involucraba en asuntos comunitarios, el ego suponía plegar a una modernidad sin rumbo. Se instaba a que los empresarios se transformaran en benefactores públicos; el conservadurismo no era una creación social era connatural, según ellos, al comportamiento humano.
Tras la lectura de este interesantísimo libro queda la sensación de que el espíritu conservador sigue vigente hasta en los más profundos ayes de la actual “revolución ciudadana”. Leerlo vale de veras la pena.