Siete jóvenes árabes han sido condenandos a muerte. Su presunto delito: asalto y robo a una joyería cuando eran menores de edad. El sistema penal de aquel lugar prevé en estos casos la pena capital por decapitación a espada. El cabecilla, además, será crucificado.
Parecería tratarse de un guión cinematográfico o, quizá, de un siniestro pasaje bíblico, pero no, estamos hablando del Siglo XXI, Año 2013. El país: Arabia Saudita .
La noticia ha copado los espacios de la prensa mundial. Los siete muchachos cuya pena se dictó hace tres años, hoy son mayores de edad. Se dice que se los juzgó de forma apresurada, que fueron cruelmente torturados para arrancarles sus confesiones, que no tuvieron acceso a un abogado defensor, que los procesaron siendo todavía niños. Se dicen muchas cosas y tan sólo imaginar la escena provoca asco, estremecimiento, vergüenza. Siete jóvenes de rodillas, temblando, llorando, suplicando, sintiendo durante un segundo el filo helado de una espada cercenando su cuello, y luego el silencio, la oscuridad… Y uno de ellos, el aparente líder de la banda, elevado en una cruz sobre un moderno monte calvario, sin cabeza, expuesto al escarnio y al juzgamiento público. Simplemente atroz. No cabe duda que la humanidad involuciona en muchos aspectos, uno de ellos es el respeto pleno a la vida.
Miles de activistas se han movi lizado para suspender la ejecución. Varios gobiernos se han sumado a la protestas. Las redes sociales despliegan millones de mensajes. Todos, de un modo u otro, ayudan a difundir lo que sería un próximo acto de barbarie. Así debe hacerse, así se debe defender la vida siempre, con pasión y convicción, con decisión y valentía. Sin embargo, desafortunadamente, también hay muchos que callan, y lo que es peor, algunos no se callan sino que elevan sus voces disonantes por lo impactante de la condena, pero al tiempo miran hacia el otro lado cuando son ejecutados en forma sumaria, con un tiro en la nuca, decenas de personas en China.
En cambio otros, demasiados, han guardado un silencio cómplice cuando en el industrializado Japón, hace pocos días, se ajustició en la horca a tres acusados de homicidio y violación. Y también se callan unos cuantos ante las decenas de ejecuciones por inyección letal y, en algunos casos por la silla eléctrica, en varios estados norteamericanos.
El reproche y la condena casi siempre alcanzan mayores decibeles cuando estos actos salvajes se cometen en lugares como Arabia, Irán, Yemén o Sudán, pero se minimizan o se encubren cuando son perpetrados por aliados o cognados. Y es que seguimos degenerando en seres rústicos, incivilizados y silvestres, seres horrorizados por lo macabro de una condena, pero incapaces de comprender el valor absoluto que tiene la vida.