No sé quién será el próximo habitante de Carondelet. La cosa está complicada, especialmente en nuestro medio, en el que todos se declaran triunfadores, incluso los que han perdido.
Me imagino que los dos binomios lucharán voto por voto como si se tratara de una guerra de trincheras en la que hasta un metro de terreno ganado al enemigo representa un gran triunfo. En medio de una sociedad altamente polarizada, me voy a permitir decirle algo al futuro habitante de Palacio.
Se lo digo como cristiano y obispo, hermano de muchos hermanos que tienen la esperanza de ser escuchados.
Un Estado laico no debe desdeñar o ignorar la presencia de los creyentes en la vida pública. Precisamente por ser laico no puede ignorar a nadie y debe acoger e integrar a todos.
Cierto que la vida política no puede ni debe organizarse desde postulados religiosos. Otra cosa es la influencia de los valores… Pero, una cosa es la teocracia y otra muy diferente la convivencia de todos, la colaboración de todos, la corresponsabilidad de todos a la hora de construir un país ético, justo y fraterno.
A cada cual hay que reconocerle lo que piensa, cree y ama.
¿Por qué hacer propaganda ideológica es correcto, y evangelizar no lo es? ¿Por qué ayudar al prójimo es correcto cuando se hace en nombre de un ideal político, y no lo es cuando se hace en nombre de un ideal espiritual?
Lo importante, en una sociedad laica, democrática e incluyente es que todo se haga al servicio del ser humano. Y ya que de creyentes hablamos, conviene no olvidar la legión de hombres y de mujeres, decididos a entregar la propia vida para mejorar la de todos.
Muchos piensan que la evangelización la hacemos los curas y los obispos.
Nada más lejos de la realidad. La hacen con su vida honrada, justa y fecunda cantidad de personas que madrugan, trabajan, comparten y se comprometen precisamente por ser cristianos. ¿Habrá que encerrarlos en las sacristías o reducir la manifestación de su fe al puro ámbito de la entelequia?
Si algo exige el hombre es la posibilidad de expresar de forma personal y colectiva aquello en lo que cree, aquello que ama y da sentido a su vida. Era Pilar Rahola, periodista y agnóstica, la que decía con cierta sorna que, gracias a Dios, su agnosticismo no le impedía agradecer la entrega de tantos creyentes, precisamente porque creen. Personalmente, creo que no hay revolución más pacífica y fecunda que ésta.
Le digo estas cosas, con todo respeto, al futuro inquilino de Carondelet, para que se ponga abundante colirio en los ojos y pueda descubrir el valor de una presencia cristiana leal y comprometida en la construcción de una patria mejor. A nadie, creyente o no, hay que excluir a la hora de arrimar el hombro. Podemos discutir quién es galgo y quién podenco, pero lo importante es comprender que, entre todos, tenemos que erradicar la pobreza y luchar por el hombre.