No es necesario ser economista para notar la descomunal dimensión de la crisis económica y social que vivimos. Ni ser politólogo para entender la conducta que prevalece en nuestras élites, a las que les resulta difícil pensar más en el país que en las próximas elecciones, sus prebendas o acomodos. Dedicadas a cuidar las reducidas parcelas de poder antes que asumir el bien común como el horizonte compartido a perseguir.
Y no es que los liderazgos sean ahora así. Siempre fueron así. Es una constante en nuestra vida política. Las raíces de una cultura pendenciera inclinada a tensar los conflictos se hunden en la historia. Vivimos en el desencuentro y las mutuas exclusiones. Cada quien se domicilia y refugia en su propio interés. Pocos están dispuestos a procesar los conflictos asumiendo los valores que dan sentido a la institucionalidad y la convivencia democrática.
En lo político, importa más el cálculo que el compromiso que convoque. Se espera el fracaso de los “otros”, porque ahí se cosecha beneficios electorales. Este absurdo proceder es repetido. Líderes de corta visión que piensan en el 2023 o en el 2025, pero les importa un comino que un gobierno que no tiene cinco meses de gestión tropiece o sucumba. Es más, harían todo lo posible para que esto ocurra. Se desentienden de los problemas estructurales y los diseños institucionales. Deambulan en la dialéctica de la rencilla. Si hay líderes lúcidos y sensibles, pero ahora contemplativos. Esta penosa realidad no ha sido infrecuente en nuestra historia.
Se supone que en la asamblea legislativa está lo mas escogido de la dirigencia política, dotada de talento para comprender que la magnitud de la crisis demanda responsabilidad republicana. Pero no es así. Pareciera que han emprendido una cruzada para provocar más problemas, construyendo de manera inconsciente un bloqueo que pone en riesgo el futuro de todos. En vez de buscar espacios para las coincidencias y arrimar el hombro para encontrar salidas posibles a la crisis, se atrincheran en la zanja de la animosidad, se encierran en la enajenación ideológica o en el encono personal.
Todavía debe estar flamante en la memoria colectiva los discursos rimbombantes por la gobernabilidad, de quienes subieron a las dignidades y comisiones de la Asamblea. El Parlamento sin duda alguna es la instancia de contrapeso y control político. El espacio para la deliberación que proporcione reglas y herramientas normativas que defiendan la democracia.
En la política de nuestro país hay diversidad que se refleja en la composición fragmentada de la representación. Pero la política no puede entenderse exclusivamente como la inflamación del rencor y las pasiones, o la torpe embestida contra un gobierno que recién empieza. Inconsciente forma de afanarse para la restauración del siniestro despotismo que devastócasi todo y nos dejó como estamos.