El resultado electoral venezolano, aunque importante, no es el fenómeno de fondo. Lo más significativo es que, sin importar si es poco más o poco menos de la mitad, una fracción enorme de la sociedad venezolana no valora la libertad. Al contrario, le teme, no respeta las diferencias, aplaude los abusos, y busca someterse a una voluntad superior sin darse cuenta de que con ello sacrifica su propia dignidad.
Como ha escrito Mario Vargas Llosa: “Ay de las democracias que necesitan ‘caudillos carismáticos’ para superar las grandes crisis. Porque ello significa que son precarias y que aún late en el fondo de esas sociedades el llamado de la tribu, el apetito de aquel tiempo mágico cuando la vida era una tranquila servidumbre exenta de responsabilidades personales, sin las coyundas de la razón y de la libertad”.
“Coyunda”, palabra que yo no conocía, significa la correa con la que se ata a un buey al yugo. Ahí radica el fondo del problema: para muchos, la razón y la libertad parecen ataduras –curiosa ironía, que la libertad parezca una atadura- porque implican la necesidad de asumir responsabilidades que son incómodas para muchos: la de pensar por uno mismo, de encontrar propias respuestas, de desarrollar, interiorizar y respetar un código moral, de tratar de resolver nuestros propios problemas y no buscar que otros los resuelvan, de valorar no solo nuestras propias necesidades sino también las de otros, de buscar conciliar nuestros intereses con los de los demás, de ejercer nuestro poder de manera constructiva, evitando siempre su abuso.
El desafío que tenemos quienes valoramos nuestra libertad no es solo lograr que seamos unos cuantos más que quienes le temen, para así, talvez, ganar la próxima elección. El desafío real, y mucho mayor, es que nadie tema a la libertad, y que todos la asumamos en pleno ejercicio de nuestra razón y de nuestras responsabilidades mutuas.
Para enfrentar exitosamente ese desafío, debemos ir mucho más allá de la política electoral. Debemos replantear nuestros modelos de crianza y de educación de los niños, para que aprendan a gobernar su libertad. Debemos reorientar nuestro ejercicio de la ciudadanía, para entender que depende de nuestras convicciones, no de las autoridades y de los castigos, el que nos comportemos adecuadamente. Debemos reexaminar nuestras actitudes hacia aquellos cuyas creencias son distintas de las nuestras, y abrirnos a la aceptación y hasta a la celebración de esas diferencias. Debemos llegar a comprender que tantos millones le temen a la libertad por la larga experiencia de imposiciones, abusos e irrespetos, por la impunidad de los abusivos, por la defensa del abuso y la viveza, y por la falta de voluntad de cambiar las creencias, los valores y las actitudes que han permitido y permiten todo aquello.