¿Qué hace que grupos humanos y sociedades enteras estén dispuestas a renunciar conscientemente a su libertad y prefieran más bien someterse, como lo han hecho en tantas ocasiones nuestros pueblos latinoamericanos, a la voluntad de un solo hombre y de su círculo cortesano? La respuesta a esta pregunta fue propuesta por Erich Fromm en el título de su brillante obra “El miedo a la libertad”. Como plantea ese gran autor, cuando las personas no desarrollan su plena integridad sicológica y su genuina capacidad para amar, quedan en un triste estado de subdesarrollo sicológico que les lleva a aceptar o, aún peor, a necesitar ser dominadas.
¿Cuándo ocurre aquello? Cuando la crianza y la educación buscan la sumisión de niños y niñas ante la autoridad y sus dogmas. ¿Y cómo ocurre? A través de la “enseñanza” prepotente, que infunde miedo e impone una forma de quietud en la mente que más se asemeja a la fría muerte que a la paz amable y creadora. Y es eso lo que aún prevalece en muchos hogares, muchas escuelas y muchos colegios a lo largo y ancho de nuestras sociedades: el objetivo de someter, y la práctica de hacerlo de manera tan contundente que la idea de ser libres pierde su atractivo, se hace débil, y eventualmente muere.
Nuestras sociedades latinoamericanas han vivido desde hace casi tres siglos la tensión entre quienes queremos criar y educar a personas libres, capaces de asumir su libertad con responsabilidad, y quienes, al contrario, buscan generar seres sumisos y obedientes, dispuestos a acatar órdenes y a alinearse con los dogmas y las verdades del poder. Es clara la contradicción entre quienes hemos defendido y defendemos una formación y una educación liberal, anclada en el respeto por la persona y por la diversidad de ideas, el estímulo a la propia reflexión y la construcción por cada quien de sus propias respuestas; y quienes, al contrario, han defendido y defienden una educación sectaria, que busca imponer una sola forma de pensar y desprecio por quienes piensan de otra forma. Es clara, además, la contradicción interna en quienes han reclamado y reclaman libertad para ellos, pero no han estado ni están dispuestos a reconocer el derecho a la libertad de los demás y, habiendo conquistado el poder, nos la conculcan.
Cuenta la historia que cuando los reyes Fernando e Isabel expulsaron a los moros de Granada, la madre del rey Boabdil, Aisha, increpó a su hijo con excepcional dureza, diciéndole que no llore como mujer por lo que no había sabido defender como hombre. Cuidado vayamos muchos de nosotros a llorar, como súbditos, por la capacidad de ser libres que no supimos construir, como padres, madres y maestros, cuando nos enfrentemos, como está ocurriendo en muchas partes de nuestra América, al recorte prepotente y arbitrario de nuestra libertad.