Decía Arturo Uslar Pietri que Venezuela, más que un país, era un territorio poblado, un lugar donde la gente pululaba, un espacio que carecía de estructura, de esqueleto, de instituciones que dieran carácter formal y legal al Estado. Al leerlo, se hace muy difícil no pensar en nuestro Ecuador. Nos encontramos frente a un Estado autoritario y, al mismo tiempo, quebrado, sin posibilidades de proveer bienes públicos mínimos como seguridad, imperio de la ley y protección efectiva de los derechos del individuo. Si bien nuestro país sufría ya de tremendas debilidades estructurales, el modelo autoritario de AP y su aparato público hipertrofiado ha liquidado las capacidades institucionales mínimas de nuestro Estado.
El panorama es patético: policías altamente desmoralizados y militares cuidando calles y cárceles mientras los criminales campean libremente por el territorio nacional, franquean hogares y negocios y masacran a ciudadanos indefensos; grupos internacionales de crimen organizado que han convertido al Ecuador en centro de operaciones gracias a su débil institucionalidad y a su condición de paraíso del lavado ; jueces y cortes que no protegen los derechos ciudadanos y que son percibidos como instituciones pútridas; universidades y hospitales públicos desbordados por una demanda alimentada por la demagogia y el populismo. Mientras tanto, la improvisada e ideologizada política exterior nos ha colocado en una grave desventaja comercial frente a nuestros vecinos y nos aísla progresivamente del contexto de naciones democráticas.
En el plano institucional las deformaciones son graves. Al cabo de cuatro años de vigencia, el fracaso rotundo de la Constitución de Montecristi revela la improvisación, impericia y poco realismo de sus redactores. La división de poderes y los controles institucionales para garantizar eficacia y transparencia a la gestión pública han sido aniquilados. El Poder Legislativo, la Corte Constitucional, el CNE, el tristemente célebre Consejo de Participación y todos los contrapoderes del Ejecutivo se han convertido en fantoches que acatan dócilmente los dictados presidenciales. Las opiniones discrepantes son atropelladas con insultos, vejámenes y persecuciones judiciales. Los órganos de control dividen a los sospechosos de actos ilícitos entre oficialistas y no oficialistas; protegen a los primeros y condenan a los segundos.
Entretanto, el grueso de los ciudadanos, desencantados de la política y mareados con los vientos consumistas malsanos que ha traído el boom petrolero, observan con indiferencia el deterioro progresivo de los cimientos institucionales, políticos y económicos. Se observa a la política como un espectáculo deprimente muy lejano de la vida cotidiana sin advertir que el cerco terminará apretando a todos.