Así se llamaban unos piratas (corsarios) que capturaban y saqueaban el tráfico mercante. No tenían que dar cuenta de sus actos porque estaban protegidos por un documento entregado por los monarcas de las naciones (siglos XVI y XVII) para atacar barcos y poblaciones enemigas, facultándoles para llevarse lo que podían y violar al que asomaba.
El documento se denominaba “Patente de Corso”. De allí para acá, a cualquier abusivo que hace y deshace de la cosa ajena, se le cataloga como poseedor del famoso documento inventado en Córcega. Desde luego que los gobernantes se hacían los vivísimos porque recibían parte del botín y descargaban su conciencia argumentando que los agresores eran piratas vulgares de la Isla Tortuga que actuaban por su cuenta y no corsos facultados.
Cuando leemos en el borrador del Código Monetario a discutirse en la Asamblea, que en uno de sus artículos dice: “Todas las acciones judiciales iniciadas en contra de los titulares o delegados de los organismos de control creados por la ley, serán ineficaces y los jueces que las conozcan deberán desecharlas”, inmediatamente nos viene a la memoria el personaje de Emilio Salgari, Sandokán (El Tigre de la Malasia) gritando a sus filibusteros: al abordaje mis valientes y lanzando sus garfios con escaleras de cuerdas, por donde treparían los barbudos piratas con sus sables a cargar con el oro de los reinos. ¡Poderosa la patente de corso, no!