¡Corrupción!

No por intuido o menos sorpresivo, el escándalo mundial por las revelaciones de corrupción al interior de la FIFA ha puesto de relieve, una vez más, el cáncer que corroe al individuo y a la sociedad cuando se debilitan los principios éticos, lo que ocurre especialmente en épocas de abundancia de recursos económicos y de gasto incontrolado.

La FIFA nació como una respuesta a la necesidad de armonizar las actividades deportivas. Al ir acumulando poder, en virtud de la universalización del fútbol, terminó supeditando los afanes deportivos a los intereses económicos que quedaron en sus manos.

Creó entonces un sistema que garantizara su permanencia en el uso de tal poder mediante dádivas y favores que originaron un servil clientelismo. Y, rotos los velos que ocultaban la oscura realidad, terminó derrumbándose en una explosión de podredumbre que salpicará a culpables e inocentes.

“La corrupción destruye a la nación”, dijo Cicerón en su célebre alegato en contra del gobernador de Sicilia, Gayo Verres. La corrupción contagia y contamina. La corrupción evoluciona de manera implacable desde la indiferencia inicial hasta la aceptación y complacencia. Quien disculpa un acto de corrupción o busca explicarlo, opta por un compromiso psicológico que poco a poco le llevará a condonar, sin explicaciones, las sucesivas manifestaciones de ese cáncer.

Los corruptos frecuentemente se presentan como abanderados de la anticorrupción. Se indignan ante ilegalidades que ya no pueden ocultarse y proclaman que la justicia debe cumplir su deber sin contemplaciones. Piden ser investigados. Saben que los mecanismos de fiscalización y justicia, por ellos mismos creados, no tardarán en expedir prontamente certificados de buena conducta que dejarán a salvo a justos y a pecadores. Así se habrá cometido el más infame de los actos de corrupción: someterse teatralmente a una justicia encargada de lavar la deshonra del corrupto y dejarlo listo para continuar, sin sospechas, su camino de usufructuario de la inmoralidad.

Qué grande es la corrupción de quienes, en sus demagógicos discursos, con los que esperan ganar el favor del pueblo, han convertido en cosas de retórica el dolor de las madres, la angustia de los jubilados, la pobreza del pueblo y hablan así de la patria nueva para promover su propia permanencia en el poder y seguir así dictaminando sobre lo que es bueno y lo que es malo.

Ojalá el drama de la FIFA invite a reflexionar no solo sobre la corrupción en el deporte, sino sobre la necesidad de barrer con una escoba implacable a todos los que practican o permiten la corrupción, que no solo consiste en el abuso de los dineros del Estado o en la apropiación de lo ajeno, sino en todo cuanto va en contra de esa mínima ley moral impresa en el alma de todos: Haz el bien y no el mal.

jayala@elcomercio.org

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