La corrupción ha invadido al Ecuador. Cada día se conocen más detalles del deterioro ético que vive el país. Funcionarios que aprovechan su posición para enriquecerse. Empresarios que sobornan a los funcionarios para que establezcan los escenarios que les permiten ganar los contratos o los cohechan para que resuelvan a su favor las adjudicaciones.
Si un 73% de los contratos de obras públicas, como informa EL COMERCIO en días pasados, se hizo sin licitación, es decir, sin comparar entre varias ofertas, es imposible que no haya habido corrupción. Si el país vivió en emergencias declaradas para contratar directamente, como sucedió en el sector energético –petróleo, electricidad-, es imposible que las obras, las más voluminosas de la contratación pública, no tengan sobreprecios y problemas de funcionamiento y calidad.
Cuando quien interviene para adjudicarse una obra como una central hidroeléctrica sabe que su oferta no va a ser comparada, la estructura como más le conviene: un negocio mayor. Y entonces, como en Coca-Codo-Sinclair, se produce un incremento de usd 606 millones,y las autoridades no lo explican.
Si el 73% de los procesos de compras públicas realizado entre 2013 y 2017 se hicieron por contratación directa, sin concurso ni licitación, lo que habría ocasionado, según el SERCOP, un perjuicio de USD 1.400 millones, es importante que se determine qué sucedió en los cinco años anteriores, qué sucedió con las obras hidroeléctricas, qué con la negociación del petróleo, cuyas cifras son escalofriantemente mayores.
Si al abuso en la contratación directa se suma la concentración de poder que sufrió el país, es imposible que no haya corrupción. Si los organismos de control están copados por incondicionales al gobierno, si la Contraloría no cumple con su función, si en la Asamblea la fiscalización no existe, es imposible que no haya corrupción. Eso es lo que pasó. La Ley que rige el funcionamiento de la Asamblea establece procedimientos que castran la acción fiscalizadora. Las comisiones tienen poder superior al Pleno, como sucede para la aprobación de las leyes. Aunque parezca que no tiene relación lo uno con lo otro, es un todo perverso que anula la división de poderes y el equilibrio indispensable ético en cualquier país. Si los diputados, hoy llamados asambleístas, están limitados en su acción porque la Ley les condiciona a que el presidente de la Comisión acepte o no sus iniciativas, o a que una comisión “califique” si un funcionario puede ser juzgado o no, son diputados castrados, sin poder alguno, a menos que sean parte de la mayoría que controla y socapa.
Para recuperar el dinero robado y para luchar efectivamente contra la corrupción, a más de decisión política, hay que reformar esa perversa estructura legal y política que concentra el poder e impide la fiscalización.