La corrupción ha echado raíces tan profundas que arrancarlas será casi imposible. Se ha entronizado. Es parte ya, de la cultura. No se ve, no se distingue, está ahí, en lo cotidiano, en un sistema en el que lo que no es ético se vuelve costumbre. Parece normal, por ejemplo, que ahora se robe más porque “siempre ha sido así” y porque, a más plata, más tentación. Se vuelve normal que las instituciones públicas condicionen contratos pidiendo, no coimas, que suena burdo, sino el “mark up”, que sirve para alimentar las arcas del partido, en unos casos, o del individuo, en otros. Parece normal que, para facilitar la contratación de servicios en enredados procesos, las mismas instituciones usen la vía más corta: contratar a un intermediario que presta su factura y que contrata los servicios que requiera la institución sin que nadie se extrañe: “así mismo es, no hay otra vía”. Hecha la ley, hecha la trampa, dice el dicho. Si la ley no funciona, debiera cambiarse la ley. Pero no… simulamos que la cumplimos. Y listo.
Ejemplos de corruptelas cotidianas hay muchos, para muestra, solo dos botones: un señor, que ha pagado por una frecuencia de radio, dijo a la prensa que no vio ilegalidad en ello; en las afueras de las universidades se ven letreros de “Se hacen tesis de maestría y doctorado con herramientas contra plagio” y nadie se mosquea por ello.
Tampoco nadie se mosquea por el nepotismo en tiempos de meritocracia.
Se encuentran billetes en techos, colchones o caletas de funcionarios y de policías, lo que prueba que son presas fáciles de las tentaciones de dinero y el poder.
Parece normal que empleados públicos sean despedidos por tener sus propias convicciones y que se sometan a la descalificación de sus propios compañeros de laburo (¿han visto una página en redes llamada The Punisher?). Parece normal confundir instituciones del Estado con instituciones del partido, empleo público con militancia.
En algún lugar se quedaron los valores. La mínima ética se volvió humo. Nadie se inmuta si se mata al mensajero, si se acalla a quien denuncia y queda libre el que delinque. Al contrario. Mire usted, estimado lector: la Comisión Anticorrupción, es decir, gentes sin tacha cuyo encargo ha sido justamente denunciar la corrupción, como María Arboleda, Isabel Robalino, Simón Espinosa o Julio César Trujillo, son puestas en el banquillo de los acusados mientras gentes huidas del país pontifican con micrófono y polígrafo y dan lecciones de moral.
La mejor manera de tapar la corrupción es prohibiendo la información y censurando la denuncia. Así hace el gato con sus cosas: echa tierra y desaparece su suciedad. Pero así no se arranca la raíz profunda de la corrupción que germina, contagia y crece. Al contrario: solo si es visible, se la puede combatir.