Más que con Guayaquil u otras regiones, incluyendo a la referencial Zumbahua, Rafael Correa empezó su carrera con un bagaje que se identificaba bien con el Quito político de entonces. En 2006 se convirtió en el candidato natural para aglutinar una tendencia en que convergían los movimientos sociales y los grupos de centro e izquierda en torno a los que giraba la vida política e intelectual de esta ciudad.
Alrededor de unas cuantas utopías, que han sido calificadas de infantilismos desde el poder, se congregaban también las hoy satanizadas organizaciones no gubernamentales. De hecho, una buena parte de los actuales personajes del correísmo fueron sus animadores.En esta que ha sido calificada como la era de los cambios, vale la pena preguntarse si Quito cambió políticamente al ritmo que cambió el Gobierno en siete años, o si hubo un paulatino distanciamiento rayando en el desentendimiento. La segunda hipótesis es fácil de argumentar, sobre todo a la luz de los resultados electorales de hace seis meses y que, desde luego, no solo aluden a Quito.
Seguir sosteniendo que Augusto Barrera perdió la reelección a la Alcaldía por errores de estrategia o por culpa de la derecha es chapucear en la superficie. De hecho, la derrota de Barrera se debió en buena medida a que se volvió el blanco visible del descontento quiteño frente a decisiones sensibles, como extraer petróleo en el parque Yasuní.
Desde entonces hasta acá, junto con decisiones pragmáticas, algunas de las cuales son impopulares para la clase media porque afectan su comodidad o su bolsillo, han menudeado otras que dejan en claro la voluntad de consolidar y continuar un estilo de gobierno personalista y populista.
El ejercicio gubernamental se ha concentrado en un entorno en el cual cada vez tienen menos peso los personajes de corte ideológico. El Presidente conserva altos índices de popularidad pero, al mismo tiempo, genera considerables niveles de rechazo, con proyectos como el de la reelección indefinida.
En esa medida, el Quito con el que le era tan fácil identificarse hace ocho años se ha vuelto difícil de descifrar y, consecuentemente, un terreno complicado para actuar. ¿Plantear o no una confrontación directa con la Alcaldía? ¿Sacar o no a la Presidencia de la República del Centro Histórico de la ciudad?
La tarea seguramente se dificulta con un alcalde que tiene alta popularidad como Mauricio Rodas y que, hasta ahora, ha mantenido una distancia difícil de manejar para un régimen que se acostumbró a tratar a los actores políticos solo de dos maneras: como enemigos a ultranza o como aliados incondicionales.
El pulso entre el Municipio y el Gobierno, que ha tenido varios capítulos importantes en estos tres meses, resulta crucial en esta nueva medición del terreno. Pero, en cualquier caso, Quito y Correa ya no son los mismos del 2006.