El ex presidente Correa llegó para constatar algo que todos los politólogos saben y que todos los caudillos han vivido en carne propia: cuando se construyen de modo intencional organizaciones políticas alrededor de sus figuras y de su voluntad, éstas implosionan cuando la estrella falta. De una AP en crisis, lo único seguro es que sobrevivirá el correísmo bajo cualquier membrete.
Basta ver los rostros de quienes fueron a recibirlo en Guayaquil y que tenían el encargo de mantener -a control remoto- un ex gobierno acorazado e intocable, un bloque legislativo monolítico presto a evitar la fiscalización e inmune a cualquier reforma por fuera del ‘proyecto’: endeudamiento y gasto público desmedidos en nombre del pueblo; mega obras mal hechas y sin control, y mucho culto a la personalidad.
Llega con la intención de retomar el control de AP, porque quienes crecieron a su lado y fueron vendidos como importantes figuras políticas han sido incapaces de cuidar el quiosco. Y seguramente porque, poco a poco, han sido detectados los fieles informantes apostados estratégicamente en Carondelet, aquellos que creen que el fin superior del país es mantener vivo un pasado que más bien es imprescindible superar.
Aparte de revivir al movimiento, Correa tiene otros cometidos no menores: apoyar a su exvicepresidente Jorge Glas, con quien es coresponsable político de irregularidades que se investigan en los sectores estratégicos, y oponerse a las preguntas de la consulta que van contra el sistema institucional que impuso y, sobre todo, a la que bloquea su reelección. Lo recomendable es que se quede a vivir aquí como político activo.
Este drama personal y de poder trata de ser vendido como una lucha titánica en la cual se juegan una ideología y el futuro. Y lo malo es que muchos ecuatorianos lo quieren ver como tal, cuando el país debiera estar pensando en cómo salir, conjuntamente y con los menores traumas, del hoyo en el cual hemos caído a causa del voluntarismo y la efímera bonanza basada en los precios de las materias primas.
Siempre puede haber sido peor. Veamos, si no, lo que ha pasado con los castrismos, los chavismo-madurismos, los kirchnerismos. Y, más lejos, lo que sucede en África con países en donde la noble causa del independentismo solo sirvió para instalar regímenes corruptos y atrabiliarios, a partir de liderazgos mesiánicos como el de Mugabe, quien hace unos años decidió que solamente Dios podía removerlo del cargo.
Se suponía que las megaobras y el fiasco de Yachay servirían para pasar a una matriz productiva tecnológica y con valor agregado. No podemos darnos el lujo de olvidar que hay cientos de obras mal hechas y con enormes sobreprecios, y hay que exigir sanción a los culpables, pero nada sería peor que olvidemos la tarea principal: reconstruir el país en consenso y al margen del culto al pasado.