Cuando se menciona Egipto, la mayoría de la gente lo asocia con las pirámides, las momias y los faraones. También con el Canal de Suez y los mercados de El Cairo. Quizá alguna persona bien informada piense también que allí estuvo la Biblioteca de Alejandría. Y que ahora existe una nueva.
Muchos recordarán que en Egipto se dio una revolución nacionalista liderada por Gamal Abdel Nasser. Los más tendrán presente el proceso reciente de movilización social que logró derrocar al Gobierno y provocó la instalación de una dictadura militar que ha ofrecido caminar hacia una apertura democrática, pero que permite y alienta posturas extremistas islámicas, que tienden a establecer un estado confesional represivo.
Lo que casi nadie sabe es que Egipto es la sede de la Iglesia cristiana más antigua, que procede del primer siglo y guarda riquísimas tradiciones que vienen de los apóstoles y del cristianismo primitivo. Son los coptos, que quiere decir egipcios en griego.
La Iglesia egipcia fue uno de los focos de irradiación del cristianismo en el Mediterráneo en los primeros siglos. El patriarca Atanasio de Alejandría fue uno de los líderes del primer concilio realizado en Nicea, que redactó el “Credo” que comparten todas las creencias cristianas.
La Iglesia copta se separó del resto de la cristiandad luego del Concilio de Calcedonia de 451. Desde entonces se ha mantenido autónoma con importante presencia en Egipto, donde sus miembros son cerca de ocho millones, un diez por ciento de la población total, en Etiopía y Eritrea. Los coptos tienen su propia Biblia, con más libros que las versiones más aceptadas, su propio papa, que murió hace pocos días, y sus propia estructura, que los islámicos respetaron desde su conquista de Egipto, aunque a veces han desatado persecuciones en su contra.
Estos tiempos de “primavera democrática” en Egipto, parecen ser, sin embargo, que también ha estallado la intolerancia del extremismo islámico, que hace víctimas a los coptos. Aunque siempre tuvieron restricciones, en el pasado había tolerancia para ellos. Podían trabajar y ejercer su culto público. Pero ahora enfrentan la posibilidad de que una “revolución islámica” vuelva ley del Estado las normas del Corán y pasen a ser definitivamente ciudadanos excluidos de segunda categoría. Y esto sucede a vista y paciencia del gobierno militar, que se hace de la vista gorda de la situación, que ya ha provocado la migración de un cuarto de millón de coptos.
No se me ocurre ni pensar que todos los islámicos egipcios son extremistas. En realidad hay allí una tradición secular de apertura y tolerancia que debemos esperar que se mantenga a pesar de las presiones de los totalitarios. Pero mientras tanto, más vale que no perdamos de vista a los coptos, cuya vocación de supervivencia es admirable.