Al menos para mí, William Faulkner (1897-1962) ha trascendido su inimitable literatura – que no es poca cosa- y se ha transformado con el paso de los años en un personaje magnetizador, por sus propios y personales derechos. Es posible que la explicación esté en su perfil hondamente sureño, es decir en su perfecto discernimiento y disección de los sistemas de clases, de las castas y de las subcastas de la región, en los códigos rojos que suelen gobernar las sociedades más allá de las leyes escritas. O muy posiblemente, en esencial conexión territorial con lo anterior, este señor siempre resulta importante por su cordón umbilical con el Misisipi más negro, con el algodón, con el delta, con los imperios del blues.
De igual forma Faulkner encarna el eterno caso de la declinación de las familias “decentes”: no se olviden de que el padre del escritor había sido conductor de locomotoras y que su bisabuelo y tocayo, un coronel William, fue quien construyó el tren. El propio escritor (futuro Premio Nobel, claro) no fue el mejor estudiante del mundo y fue despedido de su trabajo en una oficina de correos por leer en vez de despachar (la venganza de ultratumba vino en 1987 cuando el propio sistema imprimió una estampilla en su honor). En cierta forma Faulkner finalmente curó el honor familiar y a través de sus sagas imperdibles retrató no solamente el sistema de una época sino a sus propios espectros.
Tampoco se puede pasar por alto sus pretensiones de dandi: las fotos que he visto lo muestran con un bigote a la antigua, prolijamente cortado, casi siempre fumando una pipa y con una mirada que destila a un tiempo arrogancia y hasta cierto grado de pedantería. Seguramente Faulkner sabía perfectamente que representaba varios papeles y que se divertía –Wallace Stevens argumentaba que los escritores en realidad son actores – como cuando jugaba al curtido jinete o al bebedor irremediable. Javier Marías (Vidas Escritas) cuenta que “Pagaba sus deudas y volvía a gastar, sobre todo en caballos, tabaco y whisky. No tenía mucha ropa, pero la que tenía era cara. A los 19 años se ganó el sobrenombre de ‘El Conde’ por su afectación al vestir. Si la moda dictada pantalones ceñidos, los suyos eran los más ceñidos de todo Oxford (Misisipi) la ciudad donde vivía”. A nuestro amigo incluso le gustaba posar para las cámaras, con bastón empuñado y visión al infinito, con su uniforme de la Royal Canadian Air Force aunque, claro, no haya visto ni un minuto de acción en la Primera Guerra Mundial.
Así, será bueno volver a las páginas del incombustible William Faulkner, pero sin olvidar al personaje teatral que él mismo interpretaba con esmero.