Praga tiene dos corazones: uno es la Plaza de la Ciudad Vieja; otro, la Plaza Venceslao. La primera es una plaza cuadrangular y adoquinada y en ella se levantan el monumento a Jan Hus y la torre de la vieja Municipalidad, donde se encuentra uno de los carrillones más hermosos de Europa; en uno de sus costados, las casas que se han construido delante ocultan la parte inferior de la iglesia de Nuestra Señora de Týn, cuyas torres se levantan sobre los tejados medievales.
El otro corazón se llama plaza aunque es demasiado larga para serlo, pero demasiado corta para ser avenida. Digamos mejor que es un boulevard y tiene en su cabecera la estatua ecuestre del Príncipe Venceslao. En la primera se ve andar las palomas como en un poema insuperable de Paul Valéry; en la segunda se ve andar miles de gentes que van y vienen, subiendo y bajando por el declive de esa plaza que no es plaza, y se oye hablar en todos los idiomas y en voz alta, compitiendo con la animación de la calzada repleta de autos y tranvías. La imagen es de los meses finales de la Primavera del señor Dubcek.
Inesperadamente, como si se tratara de esa puerta invisible abierta en la espesura de la selva para acceder a ese breve paraíso de “Los pasos perdidos”, de Carpentier, en medio de la selva urbana de comercios, bancos y discretas cafeterías, se abre el acceso a un corto pasaje que desemboca después de pocos metros en un jardín interior.
Como si fuera una placita diminuta cuyo nombre ya he olvidado, en ese jardín hay bancas donde se sientan las abuelas mientras sus nietos corretean entre los árboles o disfrutan en sus cochecitos del frío sol de primavera. El pasajero se sienta también, procurando permanecer un poco aislado para no estorbar a las abuelas, y disfruta del canto de los pájaros. Un canto que rompe apenas el aire quieto de ese jardín recoleto incrustado en medio del bullicio de la ciudad nueva. Pero un pensamiento le asalta de improviso: lo mismo que en la vida individual o colectiva, aquella calma solo se da como regalo a quien se haya arriesgado a atravesar todo el bullicio exterior y el tráfago de los turistas que son siempre insoportables y se desviven por retener en sus cámaras las imágenes de lugares que luego no recordarán donde se encuentran.
Pero el pasajero no es un turista: se ha instalado en la ciudad y ha aprendido ya a mirarla de otro modo. Ha aprendido, por ejemplo, que la fachada de las ciudades suele ser engañosa, porque su alma habita siempre en los rincones que se niegan a la luz y a las miradas de los frívolos turistas, tal como ese jardín interior, cuya puerta secreta parece estar vedada a los centenares de viandantes que pasan frente a ella sin mirarla. Ha aprendido también que el socialismo que pregonan diariamente las emisiones de la radio no es más que eso: una fachada para consumo de incautos. Más tarde habrían de llegar los tanques del señor Brézhnev para darle la razón. “Acaso –piensa–, acaso la clave de la verdad de la historia se encuentre también en la apreciación de los contrastes”.