Dos acontecimientos de los últimos días han llamado poderosamente mi atención: el más reciente es el asesinato de un atleta olímpico, que ha merecido un gran despliegue en los medios y un general repudio en la sociedad; el otro, algunos días antes, el fallecimiento casi coincidente de dos grandes escritores, a quienes los mismos medios dedicaron un modesto espacio en páginas interiores o un fugaz anuncio en las pantallas.
No culpo a los medios por la desigualdad del tratamiento de estos hechos: ellos solo reflejan la escala de valores que rige en la sociedad. Para probarlo basta comparar cuánta gente concurre a los estadios con el número de lectores que asisten a las bibliotecas, o señalar que, en las escuelas y los barrios, el lugar más visitado es la cancha, y en los hogares, no es el estante de los libros, sino el televisor. Sé, desde luego, que hay escuelas que carecen de biblioteca, lo mismo que una abrumadora cantidad de hogares y de barrios; pero son pocas las escuelas o los barrios que carecen de canchas.
Paradójicamente, ni las entidades públicas ni las privadas han logrado que nuestros deportistas alcancen y mantengan lugares de importancia internacional: los remarcables triunfos recientes de algunas atletas en la última Olimpiada, así como los que ha alcanzado un ciclista notable, son absolutamente triunfos personales, y la aparición tardía del Ministro de Deportes, tanto en los momentos de triunfo como en los de duelo, huele más a mea culpa que a otra cosa. Lo mismo cabe decir de escritores y artistas: si algún triunfo alcanzan (lo cual es completamente excepcional) lo alcanzan por su esfuerzo: jamás se lo deben a las entidades de cultura.
Cuidado: no estoy diciendo que los deportistas no merecen la atención que les brindan los medios. Nada de eso. El deporte es necesario y saludable; nadie puede escatimarle el valor que representa en el conjunto de la vida. Lo que estoy diciendo es que hay en nuestra sociedad un notorio y perjudicial desequilibrio: ha volcado la atención casi exclusivamente hacia el deporte olvidando la importancia de cultivar la inteligencia, el saber y la sensibilidad estética. El resultado de este desequilibrio es un pobrísimo nivel de razonamiento, un predominio del espíritu de competencia, un imperio absoluto de lo emocional… y una mediocridad pavorosa. Para probarlo, basta visitar la Asamblea.
Porque lo triste, lo tristísimo, es que estas tendencias de la sociedad se trasladan también a la política. Quizá por eso damos vueltas y vueltas sobre el mismo terreno e incurrimos, una y otra vez, en las mismas torpezas. Quizá por eso, cuando muchos creían que la elección del señor Lasso representaba un viraje hacia la sensatez, nos encontramos de pronto empantanados en una reedición de viejos comportamientos de utilidad muy dudosa, en los cuales lo que menos se encuentra es la sensatez.
Pero no podemos quejarnos: eso es exactamente lo que hemos buscado.