Consumir es la gran ley que nos rige. Y la que prima en nuestras grandes ciudades, referenciales para la gente sencilla del pueblo. Consumir se ha convertido en el signo de ser alguien. Hay que consumir de todo y a todas horas. De tal forma que ni siquiera las vacaciones nos liberan de semejante servidumbre.
Consumir es un deber. Nos han diseñado para producir y consumir, de tal forma que si no lo hacemos, la maquinaria se para, la pobreza se extiende y caemos en desgracia. ¿Habrá mayor desgracia que pertenecer a la familia “miranda”, ver escaparates y no poder comprar nada? Lo cierto es que el quiero y no puedo es causa de no pocas frustraciones y ansiedades. Y es que como contraparte de nuestra imposibilidad de comprar está el altavoz que resuena y martillea nuestra pobre conciencia golpeada por la propaganda inmisericorde: la felicidad está en la satisfacción inmediata del deseo. ¿Se dan cuenta de la perversión? La felicidad ya no está en el objeto, sino en el hecho de comprar las mil y una cosas inútiles que nunca nos harán felices.
No me imagino a mi inefable tía Tálida deambulando por el centro comercial, sometida a la libido del consumo puro y duro. Ella cultivó la cultura del ahorro, de la moderación y del comedimiento. Siempre decía que si necesitamos algo, comprémoslo, pero que sea de lo mejor, aunque lo mejor sería, sin duda, necesitar pocas cosas. Y dado que había nacido para cura (le encantaban los sermones), nos insistía con gran convencimiento: “No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita”. Ahora quisiera verla, predicando a nuestros jóvenes millenials la austeridad de la vida y el valor del ahorro…
Prima hermana del consumo es la necesidad de llenar el tiempo libre o, dicho de forma más pedestre, la necesidad de divertirse. Fines de semana, feriados, vacaciones, horas muertas y medio muertas, se han convertido en tiempos obligados de diversión. ¿Qué pinta una ciudad sin una zona rosa o un casco antiguo dedicado al divertimento de propios y extraños? Hasta nuestras grandes tragedias (guerras, desempleo, migrantes y refugiados, delincuentes y corruptos,…) nos tienen bien entretenidos.
Y, puestos a consumir, no hay que olvidarse del bendito cuerpo, del culto al cuerpo joven, del estar en forma y lucir bien. Muchos han dejado de creer en la vida eterna y se han entregado con profunda devoción a estirar todo lo posible la eterna juventud. ¿Se dan cuenta el sufrimiento que nos causa el demonio de las arrugas, la celulitis y las carnes flácidas?
Cuando yo era joven, el cuco era el marxismo. Más tarde , el existencialismo. Y en las postrimerías de la adultez ,el neoliberalismo. Ahora, el cuco capaz de destruir la condición humana y de hacernos incapaces de descubrir el yo profundo, es el ansia desaforada del consumo. Toca seguir buscando la felicidad.