La fascinación por la historia en su aspecto más degradado y polémico nos ha llevado a muchos en América Latina a justificar la afirmación aquella que tenemos los ojos puestos en la nuca. Lo que requerimos en realidad es una construcción del futuro, ese que nos apresura en forma de una juventud masiva que no encuentra empleo y que canaliza su frustración en la violencia y en la forzada marginalidad. Nuestra fascinación debe ser con lo que va a venir y que es resultado de lo que estamos haciendo o dejamos de hacer en la actualidad. No es con parecernos al pasado o ser fieles a personas cuyas actitudes fueron con su tiempo histórico lo que nos hará más ciertos y comprometidos con un devenir donde las urgencias no son de mañana, sino de ayer. La notable preeminencia de la inteligencia emocional sobre la racional facilita generalmente al impostor histórico manipular los hechos y los personajes para buscar en esa recreación el parecido con un tiempo que nadie lo vivió pero que intenta revivirlo ante la incapacidad de poder motivar el camino hacia un futuro de certeza y confirmaciones.
Si la educación o la investigación científica tuvieran la inversión económica que el futuro nos demanda, es evidente que el debate del devenir nos hubiera fascinado en torno a temas como: el vivir, alimentarnos o sanarnos mejor.
Además, hubiera obligado a que los mandatarios sean fieles a los plazos y estarían conminados a cumplirlos y no postergarlos en una conversación con el pasado, cuya fidelidad patriotera se parece más a una emboscada oportunista que a una verdadera reivindicación de valores.
A 200 años del Bicentenario de la Independencia de nuestros países, el yugo de la ignorancia nos sigue oprimiendo y muchos de nuestros mandatarios encuentran siempre un chivo expiatorio local o internacional para evitar asumir responsabilidades indelegables con su tiempo.
Cuando otros vengan a sustituir a los que manipulan, tergiversan o convierten héroes en caricaturas, este tiempo que vivimos indudablemente servirá para retratar a unos líderes que creyendo reducir los mandatos a la historia han hecho retroceder valores como la tolerancia, el respeto, las libertades de expresión y de prensa contra los cuales han cargado en un lenguaje virulento y una utilización malsana de la ley que no se compadece con la difícil y tortuosa tarea de construir civilidad; que diariamente y sin mucho ruido millones de latinoamericanos lo hicieron y lo hacen.
Es preciso recobrar la racionalidad, imponer la mesura, abandonar la presunción del ‘líder predestinado’ y en contraposición sostener las conquistas de la tolerancia y del respeto al otro porque en el fondo: la historia solo contará los logros de estos últimos y aborrecerá a los primeros.