En los ochenta, Mili Rodríguez, esa periodista y escritora chilena que recaló en el país con su activismo y su buen humor, decía que un sudamericano, cuando iba a Estados Unidos, manejaba tensionado y con la cara pegada al parabrisas. Cuando el acompañante le preguntaba: “oye, ¿y a ti que te pasa?”, respondía: “es que no sé en qué momento van a aparecer los baches”.
Este artículo no se refiere a las vías, pero digamos, de paso, que las que sobrevivieron a la era del fasto y la corrupción, son las que cobran peajes. El discurso eufórico apoyado en el dinero público y la deuda no quedó en nada. Vemos cómo, en estos años, vías como la Manta-Santo Domingo, por ejemplo, están como para viajar al estilo ochentero.
Eso se puede decir también de una buena parte del sistema vial que une a la Costa con la Sierra. Lo único que hemos visto a lo largo de estos tres años y medio de miserias son intentos de concesionar algunos tramos o de abrir frentes de trabajo pequeños, nada que se base en un modelo económico sustentable.
Vale la pena repetir que los ‘sabidos’ de la década ganada hicieron de todo, entre otras cosas la repotenciación más inservible y costosa de una refinería, las vías más caras del mundo o la ‘refinería’ imaginaria más cara del universo, pero se ‘olvidaron’ de construir la autopista Guayaquil-Quito. Tuvieron tiempo, plata e ínfulas, pero quizás no la vieron necesaria con tantas aeronaves disponibles.
Como fuera, el ecuatoriano de ahora, como el de los ochenta y el de antes, se distingue por la desconfianza en lo público. Tanto que, cuando conducimos en una vía bien señalizada, pisamos el freno al atravesar un medidor de velocidad porque no confiamos en él o imaginamos algún cambio de última hora. Y no sabemos siquiera si el medidor va a funcionar o si estará bien calibrado.
Hemos avanzado en automatización, pero es imposible lograr que los sistemas públicos se integren, y muchas veces solo se nos notifica que el sistema está en mantenimiento. Vivimos una realidad fragmentada frente a la que no podemos movernos con tranquilidad.
Pero no es asunto de computadoras ni de medidores de velocidad: la confianza y la convivencia civilizada se basan en la Ley. Somos países de leyes perfectas pero poco aplicables o irrespetadas. El número de constituciones ha sido inversamente proporcional a su funcionalidad. Y el correísmo montó un sistema de representación autoritario, al punto que hasta hoy no podemos enderezar el barco.
Chile va por una constituyente para reemplazar lo que quedó de un acuerdo heredado del pinochetismo y que dejó de funcionar hace rato. Acá algunos hablan de empezar, otra vez, desde cero. ¿Para qué? Nuestro instinto nos dice que mejor sigamos manejando. Total, las vías constitucionales son como las de asfalto o de cemento: cuando no son sólidas solo duran hasta que aparece el bache.