Es normal que en la lucha política, la estrategia para ganar adeptos se construya mediante la confrontación de ideas y programas. En resumen, lo que cada contrincante busca demostrar al elector es que sus propuestas responden mejor a las aspiraciones populares. El debate público es, entonces, el primer elemento que debe ser entregado al pueblo, no como una graciosa concesión de los aspirantes a gobernar, sino como una obligación democrática insoslayable. Negarse a ello sugiere carencia de ideas o incapacidad de defenderlas -actitud contraria a lo que se espera de un jefe de Estado- menosprecio a la opinión pública -psicología del aspirante a tirano- o rechazo flagrante de los mecanismos democráticos para que el pueblo soberano elija responsablemente a sus líderes.
Desde el advenimiento del socialismo del siglo XXI, la confrontación de ideas ha sido penosamente reemplazada por un concurso de ofensas y agravios que pretenden desacreditar a las personas, con toda clase de argucias y acusaciones cuya falsedad ha sido documentadamente probada. Con cinismo y sarcasmos sabatinos, se han dictado lecciones de posgrado en la materia.
Si la confrontación civilizada de ideas es no solo buena sino indispensable, la lucha de clases, en cualesquiera de sus formas, debilita los fundamentos y los objetivos del pacto social y afecta de manera permanente la vida del pueblo.
La democracia se construye sobre el respeto a la diversidad. Quienes buscan la uniformidad de opiniones niegan el ejercicio de elementales derechos humanos.
La intolerancia es una de las manifestaciones del maniqueísmo y termina destruyendo las libertades. La verdadera tolerancia no es la pasiva aceptación de ideas distintas a las propias, sino la voluntad activa de analizarlas con el propósito de entender las razones que las fundamentan y extraer de ellas los aportes que una sociedad necesita para progresar. Para eso sirve el diálogo.
Cuando la intolerancia se ejerce desde el poder, surge el riesgo ominoso del autoritarismo y de la arbitrariedad. El clima de irrespeto que durante diez años ha fomentado el gobierno correista se hace sentir viviblemente en el proceso electoral que vive el Ecuador.
Los homenajeados de ayer son los delatores de hoy. Quienes gozaban de la confianza oficial son ahora tildados de traidores. El pueblo entiende ahora el significado de las vacías alusiones gubernamentales a la “doble moral”, mira atónito como caen, uno tras otro, los velos que cubrían la corrupción y se da finalmente cuenta que el poder construyó un modelo político que, en su afán de perpetuación, quiso controlar primero el orden social, después las instituciones del Estado y finalmente el alma misma de la nación. ¡Pero el pueblo termina descubriendo la verdad y, entonces, se levanta y exige el cambio!