Decía mi tía Tálida, una inconformista radical, que “conformarse era lo mismo que comenzar a morir”. Y, aunque resulte molesto, especialmente para los que ejercen el poder, yo creo que un ciudadano tiene que ser capaz de indignarse, discrepar y soñar que todavía es posible alumbrar un mundo diferente, más justo y más humano.
Nuestros funcionarios públicos, tanto como los privados, sueñan con poder hacer pactos políticos, sin darse cuenta de que los pactos más veraces son los sociales, los que tienen al ciudadano como protagonista. No un ciudadano amorfo y conformista, sino lo suficientemente crítico como para afirmar que no hay nada más político que la fiscalidad, el control y la rendición de cuentas.
La gestión de lo público no se hace atacando a lo privado, sino haciendo una buena tarea que ayude a crear espacios de libertad que consientan crecer e integrar la multiforme experiencia social en la que, de hecho, vivimos. Por eso, el pacto no debe ser fanesca ni pasteleo, sino búsqueda de consensos amplios, de propuestas inteligentes, más que de palabras e improperios.
Mientras los sabios funcionarios de la política discuten, se ridiculizan o se ningunean unos a otros, el sufrido pueblo se conforma con ser espectador, ¡menudo papelón! Si algo me duele, cuando meto las narices en el puchero político, es constatar esta fatídica relación entre conformismo e insolidaridad, esta fe escasa en la capacidad que el hombre tiene de construir la historia contracorriente de lo establecido. Semejante actitud resulta tóxica para la democracia, una especie de dormidera de la que se aprovechan los pillos de este mundo. Ellos saben que el conformismo tiene pavor a cualquier forma de compromiso social, político o religioso.
Durante mi juventud me tocó padecer el franquismo, parecía un cuento de nunca acabar… Lo peor no eran los discursos del líder, su penosa pretensión de uniformidad, el escaso margen de maniobra, que ahogaba cualquier sueño, cualquier disentimiento,… Lo peor era nuestro propio conformismo ante un mundo gris y totalitario, que marginaba y machacaba cualquier sentimiento, pensamiento o acción que se saliera del universo único impuesto por el poder, decían que para nuestro bien. El miedo a complicarse la vida justificaba cualquier autocensura, cualquier silencio, cualquier huida o abandono. ¿Recuerdan el mito de Sísifo, recreado por Albert Camus? El cansancio y la fatiga de tener que subir la piedra una y otra vez daba razón de cualquier desaliento… Este es el problema. No el hecho de disentir, sino el abandono de nuestras más hondas aspiraciones, el callarnos y el dejar que otros piensen y actúen por nosotros.
La vieja tía Tálida tenía razón… Quizá por eso, luchó hasta el final a fin de ser ella misma, entera en sus convicciones y lo suficientemente crítica como para inquietar a los desalmados que pretendían imponerle un sistema machista, oscuro y represivo…
Pactar es un arte, algo maravilloso cuandorecoge diferencias y alienta esperanzas. Pero es un oprobio cuando las ahoga.
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