En su obra Los anormales, M. Foucault conceptúa a la “confesión” como manifestación del poder clerical sustentada en tres elementos: debe darse siempre, se peque o no; está llamada a abarcar el período transcurrido desde la confesión anterior; y, debe cubrir no solo los pecados graves pero todos sin excepción. A partir del Concilio de Trento, la institución toma un cariz religioso camuflado, hipócrita como mucho en la religión, que persigue convertirla en herramienta de dominio en la “guerra” contra la Reforma.
Sostienen tratadistas que el sacramento concede al confesor potestad de juzgar, celo con el que combatir a los infieles, santidad en tanto al recibirla debe estar libre de pecado y resistir la tentación de pecar, y erudición para el juzgamiento. Con tan “sabias” concesiones, la iglesia – al menos en el momento histórico del siglo XVI que con ciertos matices sigue vigente – refuerza su imperio pastoral. De allí que afirmemos que a la vera de cualquier consideración religiosa, la confesión no es algo distinto que artilugio político.
En el espectro metafísico, la confesión es una forma en que la iglesia pretende apropiarse de lo más íntimo que tenemos los humanos, como son nuestras convicciones. ¿Puede concebirse algo más patético que compartir éstas con otro ser humano, partiendo de que las “transgresiones” son pecados por el solo hecho de que a alguien se le ocurrió que lo son? A costa de las “enseñanzas cristianas”, nada hay más pecaminoso que ir contra nuestros convencimientos.
Sicológicamente, la confesión como declaración de “obediencia debida” tendiente al perdón es neurosis obsesiva. Afirma el sicoanalista francés J. Lacan (1901 – 1981) que al perturbado le es indispensable recibir autorización de otro para actuar, siendo que no hace algo más allá de lo que se le ordene. De allí que el penitente pecará de lunes a sábado, confesará sus pecados el domingo al tiempo que recibirá la absolución… para volver a pecar el día siguiente ya autorizado por el confesor.