No, no me refiero a la formidable novela de Malraux que lleva ese título, sino a la situación en que se encuentra hoy este ser que llamamos humano y del cual somos nosotros, uno por uno, sus versiones singulares y concretas.
Desde antes del comienzo de este siglo, diversos acontecimientos de gran envergadura han marcado nuestro ingreso a una nueva época de la historia –una nueva época que, desde luego, nadie es capaz de bautizar todavía, aunque ya todos sabemos que las denominaciones de “posmodernidad” o “hipermodernidad” no son suficientes: cuando más, servirán para designar esa modernidad tardía que se extiende desde la “debacle” francesa de 1870, hasta la Caída del Muro de Berlín (1989).
Tales acontecimientos son de toda clase (naturales, científicos, técnicos, económicos, políticos, sociales, culturales), pero entre ellos hay dos que quisiera destacar ahora. El primero es el descubrimiento del genoma humano. Gracias a él, ahora es posible crear seres humanos en un laboratorio o situar en su verdadero lugar a nuestra especie dentro del mapa del reino animal. Si desde los tiempos de Darwin se decía que el hombre desciende del mono (¡cuántas barbaridades cometió entonces el dogmatismo religioso contra quienes lo sostenían!), hoy podemos asegurar que nuestra especie es una pequeña rama del tronco de los homínidos: los chimpancés son nuestros primos más cercanos.
El segundo hecho que quiero destacar es la invención del robot (nombre que se debe al novelista checo Karel Cápek). Sabemos que ya en el Japón se ha iniciado el proceso de robotización de la industria, y es previsible que, entre los efectos de la pandemia, pueda producirse una generalización de ese proceso para asegurar la productividad de las industrias, evitando el riesgo de enfermedad y muerte de la plantilla de trabajadores humanos. Más todavía: se anuncia ya la invención de robots que son capaces de reaccionar ante sentimientos, modificar sus tonos de voz y sonreír.
Sitiados entre el chimpancé y el robot, los humanos vemos hoy disminuida la antigua creencia en nuestra superioridad. ¿Qué queda del “señor y dueño de la naturaleza” que exaltaba Descartes en su Discurso de 1637? La confianza en la razón, que fue lo distintivo del hombre moderno, se ha convertido en desconfianza: ante el espectáculo de la estupidez que se extiende por el mundo, estamos cada vez más cerca de admitir que el humano es un ser irracional, pero obsesivamente razonador. O, peor aun, estamos más tentados a no decir nada porque no sabemos qué decir. La palabra “ética” baila ante nuestros ojos, pero no sabemos dónde encajarla. Lo terriblemente nuevo de nuestro tiempo es que ya no sabemos cuál es el sentido de nuestra presencia en el mundo, y lo peor es que no sabemos que no lo sabemos. ¿A qué nuevas dominaciones nos lleva nuestra ignorancia –esa misma ignorancia que nos ha hecho esclavos de nuestras propias creaciones?