La candidatura de Hugo Capriles en los comicios venezolanos que se realizarán en pocos días no nació de pactos sectoriales ni de designios divinos como sucede en el escenario ecuatoriano. Fue un labrado proceso que emergió de la opresión chavista, de un plan de Gobierno trabajado por más de dos años por especialistas en múltiples campos y de unas elecciones primarias que lograron depurar el escenario de varios candidatos. Como en otras experiencias históricas, ha sido una ruta de resignaciones en busca de coincidencias que presenten al pueblo una sólida opción alternativa frente a un poder autoritario y reeleccionista.
Un proceso de esta magnitud, que ya logró un espacio propio sin perjuicio del resultado electoral en el país llanero, es imposible concebirlo en el Ecuador a pocos meses de una elección histórica. La fragmentada oposición que bizantinamente confunde su parte con un todo ideal, poco puede en el escaso tiempo que falta. Más aún, cuando sus actores y asesores desconocen el fundamento y el procedimiento de la concertación. Ignoran que es uno de los temas más complejos y apasionantes de la ciencia política desde finales del medioevo, particularmente luego de las guerras de religión que asolaron a Europa. Muchos señalan al jurista alemán Johanes Althusius, como el mayor teórico de esta propuesta contraria al absolutismo político y religioso. Aunque no pueden negarlo, los asesores esquivan repasar los procesos de Uruguay, España, Chile y ahora Venezuela; pueden alegar que esas experiencias fueron postraumáticas. Por tanto, no consideran que los excesos en estos años en la mitad del mundo, podrían haber generado escenarios similares para acuerdos serios, antes que seguir jugando al Velasquismo o a la partidocracia.
Sin embargo, en el Ecuador -antes del fin del mundo Maya- no existe siquiera una lucidez adecuada para que los candidatos no gubernamentales, por lo menos logren un pacto de reforma constitucional mínima que desmonte las bisagras y los engranajes de un autoritarismo que amenaza convertirse en el último de los círculos que vaticinó Dante. Este cambio debiera lograr una reestructuración de la cautiva Corte Constitucional, del burlesco Consejo de Participación Ciudadana y del Consejo Electoral que recuerda algún deslumbrante capítulo de Erasmo de Rotterdam en su ‘Elogio de la Locura’. Abarcar más puntos podría producir sospechas, pues una de las normas más conocidas para consagrar el desacuerdo es insistir en lo imposible. El actual equipo político gobernante podrá ser acusado de las peores perversiones en muchos órdenes, pero sería de tontos negar su capacidad para la manipulación. No importa si tal inteligencia proviene de Cuba, Venezuela o cualquier otra nación. Los resultados no tienen patria: solo son eficaces o no. La oposición que lo ignore es cómplice, no puede alegar idiotez.