Hay sociedades que viven negándose, escondiéndose, enmascarándose. Hay gente que ha hecho del acomodo y de la vista gorda el hilo argumental de la existencia. Hay “culturas” de hipocresía en que predomina la costumbre de cambiarle los nombres a las cosas, buscar culpables donde se sabe que no los hay, darle las espaldas a los hechos y callarse.
Hay estados que se han edificado en semejante suelo. Y hay doctrinas que alientan el uso de “la ideología del antifaz”.
La complicidad, el acomodo y el “mejor no te hagas líos”, son modos de ser de sociedades falsificadas, sin instituciones, sin verdadera ciudadanía, sin la militancia cívica que es lo contrario de la política. La habilidad de fingir y la costumbre de aplaudir mientras se rezongan maldiciones, se derrumba cuando cualquier tragedia pone en evidencia que todo era oropel y fuegos fatuos, que todo era palabrería. Entonces, asoman las orejas del lobo, y vienen las carreras y los sustos. Y llega el invento de la justificación: no somos culpables de nada, los malos son los gringos o los extraterrestres o los antecesores. Los malos son los otros, porque de culpa propia, nada. De la ajena, todo.
Las grandes tragedias tienen, en medio de las calamidades que provocan, la virtud de quitar los velos y exhibir las verdades de una sociedad que se niega a mirarse como es. Las inundaciones, que llegan a la Costa anualmente, y con puntualidad espeluznante, ponen en evidencia la crónica improvisación y la negligencia de décadas. Hemos llegado al extremo de hacer de semejante desgracia un rito anual de lamentaciones y ofertas, de pueblos lacustres y discursos repetidos. Léase la prensa de hace treinta años: lo mismo, con otros actores en las fotos. Léanse las crónicas antiguas, igual, con distintos cronistas, pero igual.
Cada semana mueren decenas de pasajeros en accidentes absurdos. Cada semana, un autobús cae a un precipicio, y con inaceptable frecuencia, un inocente -ciclista o peatón- es atropellado. Estos desastres revelan que algo anda muy mal, y que quienes tienen la responsabilidad de tomar medidas, prevenir y sancionar, son figuras decorativas, ficciones de autoridad, instituciones inútiles.
Algo anda mal. Entre escándalo y escándalo, escondiéndose de los asaltos, camina la sociedad. Entre volcamiento e inundación, aparecen los candidatos a todo, crece el volumen de la discrepancia, prospera la vocación pendenciera, y seguimos, con las víctimas a la vera de autopistas y caminos vecinales, la loca carrera a ninguna parte, porque, además, no queda tiempo para pensar, ni pausa para mirar a los muertos. No queda espacio ni vocación para reflexionar, ni para exigirle al poder que se ponga a la altura de los tiempos y que las instituciones recuperen la vocación de servicio, que hace rato perdieron.