‘Completar la vida’ es el título de un hermoso libro de Juan José Valverde, que tiene como objeto ayudar a vivir conscientemente la enfermedad y el tránsito hacia la muerte. En una sociedad marcada por los derechos y libertades individuales, resulta paradójico que dejemos en manos de otros algo tan personal como es la salud, la enfermedad y el hecho de morir. Son realidades que, poco a poco, hemos ido despersonalizando y deshumanizando. Alguien contaba una anécdota que es, ciertamente, reveladora: por medio del “busca” un residente pregunta a una hematóloga qué hacer con un paciente de urgencias que tiene unos índices de hematocrito bajísimos. La hematóloga le hace varias preguntas dudando incluso de los resultados de la analítica. El residente insiste: “El ordenador dice que está todo correcto”. A lo que la doctora responde: “Pero, ¿le has mirado a los ojos o solo has comprobado el ordenador?”.
La anécdota marca la diferencia entre una medicina basada en la técnica y una medicina centrada en la persona. Siento auténtico temor ante una buena tecnología que no mire a los ojos. Siento que se trata de algo pobre y deshumanizador, equivocado y contraproducente. En un mundo en el que vendemos con tanta facilidad la idea del “buen vivir”, tendríamos que recuperar la responsabilidad personal, adentrarnos en las dimensiones de la enfermedad humanizada y aprender a mirar a la muerte con ojos humanos y, si es posible, con la esperanza de la fe cristiana.
Ante la enfermedad, el facultativo cobra una importancia desmesurada, cuando lo más importante es la persona, la capacidad de tomar las riendas de la propia vida, a pesar de ser y sentirse vulnerable. Es verdad que no todos están dispuestos a hacerlo y que nuestra sociedad no facilita un proceso compartido.
Muchos enfermos mueren solos, aislados, escondidos,… Hemos convertido la muerte en un hecho clínico. Es más, nuestra cultura exitosa y rutilante, intenta negar la idea de lo que significa morirse… Es una ingenuidad. Podemos desaparecer la idea, volverla invisible, pero no podemos negar el hecho de morirnos, antes o después, de una o de otra manera.
Para quienes lo deseen, especialmente para aquellos que nos abrimos a la trascendencia de la vida, debemos construir este espacio y este clima: la enfermedad y la muerte son los momentos vitales más intensos, para el que muere y para quienes le aman. Por eso, humanizarlos se convierte no solo en un derecho, sino en el mejor de los regalos.
Por razones de mi ministerio, me veo con frecuencia en la necesidad de ayudar a “bienmorir”, a enfrentar el proceso final de la vida. Y, aunque nuestra sociedad esquiva el tema, trato de luchar a favor de la humanización de la muerte, de mirar a los ojos y favorecer, aunque solo sea, un gesto de esperanza y de luz en medio de la noche oscura. No vale cerrar los ojos. Hay que sostener la mirada.
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