Hace unos días, uno de los más importantes canales de la televisión local transmitió un reportaje sobre la Cinemateca Nacional. Fue un programa valioso porque aparte de sus méritos técnicos, estaba guiado por el afán de llamar la atención de quienes tienen en sus manos la capacidad y el deber de velar por la conservación de nuestra memoria colectiva: aquel reportaje merece por ello nuestro aplauso y se lo damos de corazón.
No obstante, el reportero olvidó decir que ese archivo de nuestra memoria fílmica fue fundado por Ulises Estrella, cinéfilo, poeta y caminante, que promovió la renovación literaria en los años 60 al crear el legendario grupo de los Tzántzicos y tuvo la obstinación necesaria para crear la Cinemateca, batallando con frecuencia contra la incomprensión de los mismos que debieron apoyarle. Marco Antonio Rodríguez, mientras fue presidente de la Casa de la Cultura, fue uno de los apoyos sustanciales que recibió Ulises en los primeros años de este siglo de rostro avinagrado. Hoy he querido recordar a los dos, porque fueron y son mis hermanos desde toda la vida, y me ha dolido no escuchar sus nombres en el reportaje aquel –quizá porque estoy viejo y soy demasiado sensible a la desmemoria-.
Pero no. Cuando lo pienso bien caigo en la cuenta de que el olvido es el comején de la vida. En primer lugar, de la que cada uno va construyendo día tras día, con tropiezos, errores y algún acierto ocasional: olvidamos el nombre del maestro que nos enseñó las primeras letras, olvidamos el nombre de la primera novia, olvidamos el último consejo que nos dio nuestra madre.
Olvidamos la urgencia de ser, definitivamente y desde ahora, personas buenas antes que personas ricas.
Y después, pero no en último lugar, el olvido es también el comején de la vida colectiva. Olvidamos las viejas tradiciones, olvidamos el olor a pan fresco que llenaba el barrio de la infancia, olvidamos que es preciso olvidar los rencores. Olvido (y quién sabe si también desmemoria voluntaria) hay justamente en estos días detrás de los tambores de guerra que han empezado a sonar sobre la cresta de los escándalos recientes. Olvido (y quién sabe si también desmemoria conveniente) hay en la tozuda insistencia con que se quiere saltar las etapas legales que los cambios exigen.
Y es peor todavía. Entre la democracia deseada y la “democracia” vivida, la diferencia radica en numerosos olvidos. Olvido de los valores, olvido de los principios, olvido de las leyes, olvido de la dignidad del ser humano, olvido de la adhesión que nos exige la verdad, olvido del pudor, olvido de la gratitud, y sobre todo, olvido del deber.
Todos esos olvidos hicieron posible esa “democracia” de ficción que llegó a colmar nuestra paciencia. Olvidos, también, de los nombres que ennoblecieron el reciente pasado de nuestro difícil quehacer cultural: cada vez que olvidamos uno de ellos, el de Ulises, por ejemplo, perforamos aún más los frágiles cimientos de nuestra identidad.