A novelistas y poetas les ha dado por ensalzar a veces su oficio denigrando a otros. Primero, Gabriel García Márquez la emprendió contra los historiadores, hace ya algún tiempo. Otros, después, se lanzaron contra politólogos y economistas. Ahora les tocó el turno a los columnistas ser blanco de quienes reclaman, de tiempo en tiempo, la superioridad moral de la ficción sobre cualquier género del oficio de escribir.
Novelas y columnas, nos dice Juan Gabriel Vásquez, “son mundos completamente opuestos”. Mientras que “el columnista parte de una certeza y de una convicción (…), el novelista parte de dudas, incertidumbres, y escribe justamente porque no sabe”. Vásquez encuentra fascinante “la relación que los colombianos tenemos con la opinión de prensa”: dizque “las columnas de opinión son como el diván de un país largamente enfermo”. Los columnistas serían una especie de siquiatras, a quienes se lee para que “nos resuelvan problemas mentales”.
Hoy, la proliferación de columnistas en un amplio mercado de medios, ramificado en redes digitales, significa que su poder es limitado y disperso. Mínimo, además, frente a la radio, la TV y el dominio mediático de novelistas y poetas.
Mis primeros encuentros frecuentes con columnistas de carne y hueso fueron en el Diario del Caribe, de Barranquilla, a fines de los 70. A sus oficinas del Barrio Abajo llegaba casi todas las mañanas Alfonso Fuenmayor, cuya columna se publicaba dos veces por semana. ‘Ni más allá, ni más acá’ era su nombre, la expresión fiel de su contenido, alejado de dogmas, pasiones y extremos. Lo llamaban el “maestro”. Y con buenas razones. Había muchas enseñanzas de civismo y tolerancia en sus sabias y elegantes columnas.
Fuenmayor sigue siendo para mí un columnista históricamente ejemplar. No el único. Hoy, aún más que ayer, lo que caracteriza al periodismo de opinión en Colombia es su diversidad, en temas y enfoques. Los hay especializados en educación, economía, medioambiente. Humoristas e intensos. Pululan menos, y hasta hacen falta, los columnistas de antaño afiliados a las causas de partidos, defensores y críticos de sus plataformas en choque. Sus espacios han sido a veces ocupados por adalides de la antipolítica.
No hay, pues, un solo tipo de columnista. Ni la función del periodismo de opinión puede ser unívoca. Personalmente, entiendo el oficio como un ejercicio de deliberación, donde se es posible disentir en forma civilizada, contraponer argumentos y contribuir al debate informado que exige la toma de decisiones públicas en toda democracia. En ello no hay imposición de certezas ni propósitos de convencer a nadie. Los lectores no son ni ignorantes ni tontos.
Juan Gabriel Vásquez sugiere que los colombianos seríamos “un país largamente enfermo”. Disiento como admirador de su obra. No solo de sus novelas. Sus lectores extrañamos sus columnas, con sus dudas y certezas.