El terremoto, junto con las tragedias humanas y materiales que trajo consigo, pudo ser una formidable oportunidad para que el presidente Correa se transforme en un verdadero Jefe de Estado. En un líder capaz de superar las siempre mezquinas luchas políticas y unir a todo el país, a todo su pueblo, en torno a un bien superior: hacer frente a las nefastas consecuencias causadas por la naturaleza, la cual no hace diferencia entre intereses individuales o de grupo y menos aún de ideologías.
El presidente Correa perdió la gran oportunidad de demostrar esa rara condición de hombre de Estado que, frente a una tragedia de semejante dimensión, se agiganta y se muestra por encima de las cicaterías políticas. Debió llamar a todos los ecuatorianos, sin distinción: a la oposición, a la sociedad civil organizada –a la cual pocas horas antes en el Vaticano había descalificado-, a los empresarios, a los sindicatos, en fin, a hacer un solo frente ante la calamidad. ¡Qué estimulante y alentador habría sido que en su primera aparición pública esté escoltado por representantes de estos sectores, especialmente de la oposición por la crispada etapa preelectoral que atravesamos!
Pero no, no tuvo esa grandeza, esa visión de país unido detrás de él, pues a él le corresponde como Jefe de Estado, afrontar la desgracia. Al contrario, se le vio solo junto a los suyos. Peor aún, en apariciones públicas posteriores que poco le favorecieron, pronunció frases fuera de tono no solo contra sus adversarios políticos sino contra los voluntarios que desinteresadamente se habían volcado a ayudar como podían y, algo inaudito, hasta contra las propias víctimas que pedían agua y a quienes amenazaba con mandarlos la cárcel como respuesta a su desesperación.
Lástima para el presidente Correa. Perdió una oportunidad, en circunstancias de por sí difíciles para el Ecuador, de recuperar su menguante liderazgo y sobre todo intentar unir a nuestro país después de nueve años de empeño en dividirlo.
Por el contrario, representando el sentir de sus representados, y con singular dedicación y eficacia, los alcaldes de Quito y Guayaquil, particularmente, se entregaron de lleno con los más diversos sectores sociales y económicos de sus ciudades y sin hacer distinciones, a activar mecanismos eficientes de ayuda a los damnificados de manera inmediata y generosa. Mauricio Rodas y Jaime Nebot se destacaron sin alardear y su gestión ha sido altamente valorada por la ciudadanía.
Alcaldes de otras ciudades también aportaron lo suyo de acuerdo a sus capacidades con enorme desprendimiento e igual solidaridad. Los gobiernos locales, a diferencia del nacional que la perdió, supieron ganar esta oportunidad y así demostrar su sensibilidad y patriotismo.