Diciembre de 2014 marcará un hito en la historia económica del país. Esa fecha señalará el final del segundo ‘boom’ petróleo ecuatoriano y, también, el declive del modelo populista instaurado.
El presupuesto recién aprobado por la Asamblea muestra con patetismo todo aquello: el año 2015 ni siquiera ha comenzado y el precio del crudo ecuatoriano ya está 30 dólares por debajo de lo presupuestado. (Mientras escribo esto, el WTI se vende a 58 dólares el barril). Esto significa que, por sus ventas de crudo, Ecuador recibirá unos USD 2 400 millones menos durante el año que viene. Si el petróleo siguiera bajando –un escenario perfectamente posible– esa caída de ingresos sería aún peor.
El rasgo distintivo del populismo es crear prosperidad ficticia derrochando cantidades descomunales de dinero; dinero que el caudillo gasta como si saliera de su propio bolsillo, cuando en realidad le pertenece al país entero.
Por eso se querrá cubrir toda la brecha de ingresos con más deuda. Una medida como aquella sería contraproducente por dos razones: primero, porque significaría gravar a la sociedad ecuatoriana con pasivos más costosos, justo cuando el país empieza a transitar por un escenario económico difícil; y, segundo, porque esa medida impediría que el Ecuador entienda que vive un nuevo momento económico, uno que requiere mayor esfuerzo y austeridad.
Lo que requerimos este momento es un cambio de timón: en primer término, el Estado debe reducir su gasto corriente, en proporciones más acordes con la nueva realidad que vivimos. Adicionalmente, el país debería acercarse a los organismos multilaterales para refinanciar su deuda externa a plazos más largos y obtener un respiro de liquidez durante el próximo año. Por último, Ecuador debería poner en marcha una estrategia sistemática para atraer inversión privada, nacional y extranjera.
Todo esto evitaría que el país agudice su cuadro de dependencia crónica con la deuda –tanto interna como externa– e impediría que los desequilibrios continúen empeorando hasta niveles insostenibles.
Desafortunadamente, los populismos no miran la realidad económica sino solo la política. Ganar elecciones y mantener el poder es el objetivo supremo del caudillo. Cualquier problema, por más acuciante que sea, se torna secundario en comparación con aquel propósito político. Por eso, los populismos siempre terminan perpetuando la pobreza y el atraso que, en un inicio, juraron combatir.
Un famoso politólogo de Princeton dijo que el populismo es “el grito de dolor de la democracia”. Supongo que el académico nunca pudo imaginar que esa exclamación de sufrimiento se volvería más terrible y desgarradora a medida que el dinero fácil se fuera esfumando.