Aunque existen variantes en la concepción de lo moderno, lo que a todas unifica es la general identificación de esos tiempos como la Edad de la Razón. Si esta denominación es acertada, me parece que no es menos la que podría identificar a los cinco últimos siglos como la Edad de la Palabra. Aun más, si en vista de sus resultados cabe una duda bien fundamentada sobre la racionalidad que ha tenido el rumbo de la ciencia moderna y de algunas de sus prolongaciones, no hay lugar para ninguna vacilación sobre el papel central que ha jugado la palabra en la edificación de una cultura fundada en la letra escrita y hablada.
De ahí que el Café haya sido uno de los emblemas de mayor significación para representar los tiempos modernos. Tanto, que Georges Steiner ha llegado a decir palabras tan contundentes como éstas: “Europa está hecha de Cafés (…) Mientras haya Cafés, la idea de Europa tendrá contenido”. Sería imposible imaginar, por ejemplo, una Madrid de comienzos de siglo sin el Café de Pombo, donde se reunían los autores del 98, o una París revolucionaria sin el Café Procope, donde llega todavía la sombra de Danton, o sin la Coupole donde está viva la presencia de los surrealistas y de los poetas que inventaron la latinidad de nuestra América.
Quito tuvo también sus cafés de mucha fama, y de aquel donde se reunía con sus amigos Arturo Borja solo queda una pequeña inscripción junto a la puerta de la entrada. Todavía algunos recuerdan el Café del antiguo Metropolitano, y cuando yo era adolescente era famoso el “bar” del Magestic, donde los diputados fraguaban estrategias y golpes de Estado. En los fabulosos años sesenta, cuando Quito aún estaba en Quito, la Plaza Grande y sus alrededores estaba llena de cafés, cada uno de los cuales tenía su concurrencia estable. En la esquina de las calles Chile y Benalcázar, ocupando los bajos de la casa que perteneció a Marieta de Veintimilla, se encontraba el Café Águila de Oro, al cual mis amigos y yo pudimos cambiar de nombre y le bautizamos como 77. Ese fue el cuartel general de los poetas tzántzicos, por iniciativa de quienes se realizaron durante algún tiempo los “coloquios sobre arte y literatura”, que terminaban con frecuencia en duros ataques a la Junta Militar que en esos tiempos soportaba el Ecuador.
Pero llegó la modernización y desaparecieron los cafés, transformados luego en locales para el fast food o en fondas que ofrecen almuerzos baratos a la nutrida burocracia que pulula en los contornos. El mundo ya no necesita de palabras y la conversación se parece mucho a la conspiración. Lo importante no es hablar, ni siquiera pensar: lo único que importa es trabajar y producir, aunque eso lleve en línea directa a la soledad, la ausencia de crítica, y la despolitización de la sociedad disfrazada de militancias en movimientos distintos, pero iguales. La posmodernidad ha abolido la Edad de la Palabra para fundar la cultura de la imagen. Los nuevos cafés ya no alientan la tertulia: son lugares elegantes para soledades reunidas.