Leer es, tal vez, la actividad más humana que hay porque ocurre en el ámbito único e irrepetible de nuestra conciencia. Se trata de un ejercicio incorpóreo –un acto espiritual, si ustedes quieren– en el que, por unos instantes, cada lector rompe los límites opresivos de la realidad física para transitar, sin atadura alguna, por el mundo de las ideas más extravagantes y de los sentimientos más inusuales que alguien sea capaz de imaginar.
Cuando lee, una persona deja que alguien más –el autor del libro– camine sin restricciones por los jardines de su mundo interior. Por esta razón, cada libro que leemos modifica temporal o permanentemente nuestra conciencia.
Los libros que consideramos “buenos” son aquellos que dejaron una huella permanente en nuestro carácter. Pero esa impresión indeleble del “buen” libro no siempre es edificante. Por ejemplo, “El gran arte”, de Rubem Fonseca, da la impresión de ser un bicho que exuda odio; o “El otoño del patriarca”, de García Márquez, parece ser un elogio a la podredumbre moral.
Así que leer no nos hace, en general, más felices. Por el contrario, el repaso concienzudo de “Del sentimiento trágico de la vida”, de Unamuno, puede sembrarnos el alma de dudas; o la lectura de “El pájaro pintado”, de Kosinski, nos puede sumir en el dolor y la desesperación.
En cualquier caso, leer libros nos incita a pensar y a sentir por nosotros mismos. Este es, con absoluta seguridad, el mayor beneficio que trae la lectura.
Por eso, cuando encontramos un libro que apela a nuestros mejores valores –como las “Meditaciones”, de Marco Aurelio o “El viejo y el mar”, de Hemingway– sabemos que hemos hallado un tesoro que, como los mejores amigos, estarán para ayudarte siempre que los necesites.
Esos libros que parecen haber sido escritos para nosotros solamente también nos dicen que todas las personas –independientemente de nuestro origen o destino– compartimos un sustrato último al que llamamos “condición humana”.
El descubrimiento de esa característica humana esencial –que muchos quieren reducir a un mero hecho socio-económico– es el aporte fundamental de la lectura (y de la escritura).
Por eso estoy convencido que mientras continuemos leyendo (y escribiendo) seremos capaces de evitar la barbarie de la tiranía, de la intolerancia y de la violencia. Leer –ese ejercicio solitario e inocuo, en apariencia– también es una forma de resistir.
Así que lea. Tome un libro y repáselo concienzudamente. Subráyelo o escriba sus comentarios en los márgenes de las páginas. Aprópiese de las palabras del autor y póngalas en una balanza para ver si son justas o no.
La mejor manera de transitar por este agosto veraniego que acaba de empezar puede ser de la mano de un libro.