En esta bonanza petrolera de los últimos años todo cuesta millones. Todo es mega. Todo es majestuoso. Ochenta millones, un enorme puente atirantado que estuvo presupuestado en veinte; veinte millones cada ciudad del milenio; ocho millones un colegio en un fin de mundo. La bonanza no es solamente petrolera… es también parte del negocio de conservación: cuatro millones tuvo un programa de cooperación para proteger el Yasuní y gastárselos en dos años y 34,5 millones tiene ahora el país, en un proyecto del Gobierno alemán para la Reserva de Biósfera Yasuní. Este proyecto fue programado para la “ampliación de capacidades locales, fomento de la producción agroforestal sostenible, comunicación y gestión del conocimiento, y zonificación territorial con enfoque en cambio climático”. A propósito, los verdes alemanes están interesados en ver en qué se está gastando ese dinero y en qué se va a gastar. Y al parecer, eso atenta contra la soberanía.
La danza de millones y el apetito de proyectos en la Amazonía, debiera tener sus repercusiones inmediatas en la mejora de la calidad de vida de la gente, en el día a día. Pero no. Mientras más millones en obras megaimportantes y en proyectos cuyos marcos lógicos son perfectos, los habitantes de la Amazonía siguen sin poder resolver el hoy de sus vidas. De tanto pensar en los megaproyectos se deja de lado las microayudas que son las que pueden cambiar la vida de las personas. Esas ayudas, muchas veces, no tienen nada que ver con lo económico, sino con la voluntad, el apoyo, la constancia y la paciencia.
Pienso en una historia que conté alguna vez en este mismo espacio: la historia de Dorian, Teresa y su hijo, aquella familia indígena compuesta de dos discapacitados y un niño y a la que habían hecho, en lugar de una casa, una inservible escenografía.
Gracias a una mano amiga llamada Yugo, que siguió y molestó hasta el hartazgo a toda clase de funcionarios pidiéndoles que cumplan con su deber, que les hizo notar el disparate construido, que denunció la injusticia, que estuvo con ellos hasta conseguir los bonos a los que tenían derecho, que logró que las autoridades rectifiquen y le pongan asunto al tema, que pudo conseguir atención médica para la pareja y que logró que se reconstruya la casita pensando en las necesidades reales de esta familia excepcional, esa batalla se ganó.
Por eso hoy, vísperas de las fiestas navideñas que nos recuerdan la humildad y nos hacen ver la grandeza en las pequeñas cosas, dedico este espacio a quienes, como ella, han tenido y tienen la paciencia, el coraje, la constancia de romper piedras, para ayudar a resolver temas que parecieran minúsculos pero que significan grandes cambios en la vida de las personas. La de Dorian, Teresa y su hijo cambió. Y no se necesitaron millones.