Siento que sobre las prisiones (sobre todo el sistema carcelario) ya no hay mucho más que decir. Toca callar, guardar silencio, llorar y rezar. Casi todo está dicho y las palabras, aunque tengan la fuerza del grito, se las lleva el viento huracanado de una historia trágica y dolorosa. Hemos denunciado tantas veces este enjambre de violencia y de crueldad que, una palabra más, parece una pérdida de tiempo. La situación de las cárceles se desploma como la lava del volcán de La Palma, arrasándolo todo a su paso. Política, sistema, proyecto, formación, profesionalización, rehabilitación, oportunidades, lucha contra la corrupción, presupuesto, … son palabras que no significan nada frente al degüello de los privados de libertad.
Trabajé cinco años en el ex penal García Moreno de Quito. Fueron años intensos, difíciles, pero, al mismo tiempo, fueron años de esperanza, de conocimiento de la realidad humana, de aprendizaje, de hartura y de hambre. Hartura de ver y de tocar el lado oscuro de la realidad humana, la carencia de medios, el caos encerrado entre cuatro paredes. Y hambre de luz, de ver (o hacerse la ilusión de ver) un rayo de bondad, de justicia, de paciencia, que pintara de blanco o de azul cielo tanta herrumbre y tanto dolor.
Lo que pasa dentro (por toda la geografía carcelaria) no es más que el reflejo de lo que pasa fuera: la misma codicia, las mismas bandas, los mismos capos de la droga, el mismo tráfico, las mismas venganzas, los mismos sicarios, la misma sangre. Pero todo servido en bandeja de plata: todos juntos para ser decapitados bajo la tutela del Estado. Los familiares a la puerta, la cabeza entre las manos y el corazón encogido, nos representan a todos los ciudadanos, hartos de emergencias que no arreglan nada, expectantes de noticias que ya sabemos antes de que nos las digan. Sólo varían los números del horror.
El sistema carcelario, todo él, está podrido y bien podrido. Y un Estado (dicen que de derecho) que no cuida a sus presos, a los guías, a los policías, a los jóvenes, a los pobres, a los pandilleros, a las familias humildes y enlutadas, también lo está. Volcar sobre el gobierno toda la responsabilidad es sin duda demasiado, pero en algún momento, mejor antes que después, habrá que coger el toro por los cuernos, diseñar un plan global e integrador, darle la palabra a los expertos, elaborar proyectos de acción, formar al personal de prisiones y soltar LA PLATA.
Las prisiones no pueden ser islas amuralladas en medio de la mar océana dejadas a su suerte. Si así fuera, acabaríamos pensando que lo mejor es que se maten entre “ellos”. No es así. “Ellos” somos “nosotros”, los hijos de un Dios Mayor, de una república que un día soñó con el buen vivir, a la que periódicamente se le promete la luna, la justicia, la equidad, la dignidad, … Y otra vez a vueltas con las palabras. ¿Será el país el que está entre rejas?