El año que termina ha sido largo, dicen los jóvenes; qué rápido ha pasado este año, dicen los viejos. El tiempo es relativo y también su valoración. El optimista cree que el progreso no se detiene y sobre esa base construye la idea de que el año siguiente será necesariamente mejor. El pesimista se amarga pensando que todo tiempo pasado fue mejor y estamos condenados a empeorar. Hay variaciones como el pesimista-optimista que asegura que el año que viene será mejor porque es imposible empeorar; o el optimista-pesimista que sostiene que hemos salido de peores y siempre se produce algún milagro. Casi todos buscan argumentos para probar aquello de lo que ya están convencidos.
Un intento de realismo consiste en examinar los hechos y dejar los juicios para más tarde. Es un hecho que el Ecuador del 2015, en lo económico y lo político, está en manos del Gobierno, cualquier sugerencia es insustancial, carece de eficacia. Al Gobierno le gusta repetir que cualquiera que desee cambiar el curso de las cosas, primero debe ganar las elecciones.
Es un hecho económico que el presupuesto tiene un déficit de unos ocho mil millones y que la caída de los precios del petróleo provocará una reducción de ingresos de dos o tres mil millones más. Ante este hecho es posible que el Gobierno cambie el rumbo, como le piden los economistas ortodoxos, y empiece a reducir los gastos y la burocracia, alentar la inversión y estimular la producción. Puede ocurrir que mantenga el gasto estatal y como no hay recaudaciones suficientes apele a las confiscaciones y al endeudamiento. Reducir el gasto, reducir la burocracia, incrementar las recaudaciones o apelar al endeudamiento, todas son formas de trasladar la factura a los ciudadanos.
Es un hecho político que el Gobierno envejece y se desgasta, no entusiasma como antes, se vuelve repetitivo, ha deteriorado su imagen internacional, fue castigado en las urnas y se ha enredado con las enmiendas para perpetuarse en el poder. Ante este hecho es posible que el Gobierno cambie de rumbo, como le piden los políticos ortodoxos, y empiece a reducir la publicidad opresiva, el lenguaje escabroso, la conducta prepotente; decida respetar su propia Constitución y termine, lo mejor que pueda, el período para el que fue elegido, extendido y reelegido. Puede ocurrir que mantenga la idea de que la prioridad es la revolución y su ideología y para sostenerlas debe mantenerse en el poder; que se aísle del mundo democrático, controle más los otros poderes del Estado y respete menos la libertad de los ciudadanos.
Optimistas y pesimistas tendremos un año escabroso en el cual no podremos ser meros espectadores. A estas alturas no es fácil saber si los gobernantes, por bien informados, serán los pesimistas y los ciudadanos, por mal informados, los optimistas. Tal vez unos y otros aterricemos en el realismo.