En 2006, la educación superior necesitaba una reforma urgente y profunda. Ante ello, el gobierno correísta empezó tomando algunas medidas acertadas. Pero en el camino aplicó su plan autoritario y terminó con el innegable desastre que ahora atestiguamos.
Luego de diez años, cientos de miles de bachilleres luchan y se angustian por ingresar a las universidades, pero la mayoría son rechazados. Ahora hay bastante más ecuatorianos a quienes se niega la educación superior pública que hace diez años. Las universidades estatales han tenido un crecimiento muy bajo o han reducido su capacidad de ingreso. Hoy más que nunca hay jóvenes pobres que tienen que ir a la universidad privada.
En vez de realizar una reforma necesaria y racional, se arrasó con los institutos superiores públicos y el correísmo autoproclamado “alfarista” eliminó los normales. Así, mucha gente se quedó sin educación superior. Las cuatro “universidades emblemáticas” son un monumento a la incapacidad, ineptitud, ignorancia y despilfarro. Son un fracaso multimillonario que ha quitado recursos que pudieron impulsar el crecimiento del sistema universitario.
Por lo dispuesto en el mamotreto de Montecristi y la voluntad omnímoda del déspota y sus incondicionales, todas las universidades del país han visto violentada su autonomía. Y no solo en su gobierno interno, donde se suprimió hasta la elección de decanos que existían desde la Colonia, sino inclusive en los contenidos académicos. Basta solo ver un formulario de aprobación de programas del CES para constatar que allí se imponen contenidos y políticas de gobierno.
Lo mencionado es solo una muestra. Eso lo saben los rectores silenciosos, los docentes víctimas de un escalafón irracional, los alumnos que viven con el temor de no poden ingresar o no llegar a graduarse, los empleados que casi ya no tienen derechos. Lo saben todos los que quieren protestar pero les vence el miedo. Ahora la pregunta es: ¿qué hacer?
La Ley de Educación Superior tiene una concepción y estructura autoritarias, limita el gasto de las instituciones y permite el despilfarro y el mal uso de recursos en otros campos. Está llena de normas contradictorias, incoherentes y con dedicatoria. La autonomía del sistema y sus instituciones está violentada. Con la participación universitaria se debería reemplazarla íntegramente.
Pero, lo perfecto es enemigo de lo bueno. Con la apertura y sensatez que el nuevo gobierno y las autoridades educativas han demostrado en este campo, quizá lo mejor será realizar una reforma inmediata de los aspectos más urgentes y dejar para después la formulación de un nueva ley que, desde luego, no deseche avances logrados, pero recobre para la educación superior su naturaleza autónoma, plural y sobre todo crítica.