No cabe duda de que ese fue el cometido de la mal llamada revolución del siglo XXI. Se le pusieron a la información y a la opinión todos los dogales posibles para imponer una agenda pública mentirosa y, sobre todo, para tener las manos libres. Los resultados fueron devastadores para el periodismo y para el país.
Uno de los íconos de esa conveniente ‘lucha planetaria’ ha caído en estos días, cuando curiosamente la misma Corte Constitucional que avaló en 2015 una serie de enmiendas a medida del expresidente y sus socios, las ha derogado. La comunicación ya no es un servicio público, algo que jamás debiera haberse considerado siquiera como posibilidad en una sociedad democrática. Pero sucedió.
Antes ya cayó -simbólicamente- la Supercom, el brazo armado encargado de que la verdad oficial se impusiera sin cortapisas, mientras se frenaba y destruía a medios y periodistas. También en la Asamblea se discuten reformas a la Ley de Comunicación, con el fin de establecer reglas de juego menos perjudiciales para una actividad imprescindible para la democracia y que debiera tener como límite los derechos de los otros.
Pocas veces se entiende el daño que se causó al periodismo al haber establecido poderosos sistemas de comunicación oficiales al servicio del Gobierno, que obviamente resultaron las peores escuelas para profesionales y principiantes; ahora les queda difícil insertarse en un demandante mercado laboral en donde puedan asegurarse una carrera.
Tampoco se entiende cuánto daño se hizo al haber satanizado y atacado -también por conveniencia- el oficio. Para los estudiantes de periodismo, sus familias y la propia sociedad, éste se volvió vergonzante y comportaba el riesgo de ser acosado desde el poder político. Es reconfortante ver que pese a esa campaña para destruir el espíritu crítico y pese a las duras exigencias del mundo de la comunicación, muchos jóvenes crean en él.
Pero para que el periodismo independiente se revitalice, es necesario que se deje de exigir que las actividades de carácter permanente sean desempeñadas solo por profesionales en periodismo o comunicación.
Esto, por dos razones: se necesita compatibilizar el oficio con las normas internacionales, que no restringen la libertad de expresión a un grupo de la comunidad. Y sobre todo porque el periodismo y la comunicación se basan hoy más que nunca en el conocimiento especializado. Los consumidores exigen cada vez conocimientos más precisos sobre un tema. La colegiatura, créase o no, termina favoreciendo a los estados controladores.
Se tiene que retomar el diálogo, interrumpido hace años, entre la academia, los medios y los gremios para buscar alternativas que permitan a los especialistas en una materia aprender comunicación, y a los periodistas especializarse. Es una reforma urgente.