“La corrupción del alma es peor que la del cuerpo”. Así es, si somos creyentes de cualquier religión. Los corruptos son tramados de llagas purulentas así no las podamos ver. Darwin excluyó a Dios desde la biología, Hawking desde las leyes de la física, Nietzsche predijo la muerte de Dios desde la locura… Apenas ha habido pensador en la historia humana que no se ocupe de Dios en sus infinitos rostros.
“¿Por qué los más notables filósofos posmodernos que empezaron a reflexionar sobre Dios: Althusser, Primo Levi, Deleuze, Weininger, Mainländer… decidieron morir por su propia mano?”, le preguntaron a José María Mardones a propósito de su libro El discurso religioso de la modernidad. Habermas y la religión. “Por culpa de Dios, afirmó Mardones, o por culpa de su idea”.
Dichosos quienes no han hurgado en cuestión tan trascendente. Me refiero a los intelectuales ateos que, cuando algún astrofísico de la dimensión de Hawking niega a Dios, aparece el biólogo Richard Dawkins, brincando de gusto por El gran diseño, obra en la cual Stephen Hawking anula a Dios. Sus adversarios preguntaron: “¿Qué le pasa a Dawkins?: ¿tanto se ocupa de Dios que celebra su inexistencia y no se ocupa de la raíz del libro de Hawking?”.
En nuestra región pocos son los ateos de convicción. Dios como hacedor del universo. Dios como alguien o algo a quien o a que asirnos en nuestro desvalimiento. Dios en la deriva de toda angustia. Dios para encontrar un culpable de nuestras aflicciones.
Dios -en nuestros lares- sirve de pretexto a la mayoría de corruptos, políticos en su mayoría. Ellos van a postrarse ante el papa de turno, piden sus bendiciones, le ofrecen espléndidos obsequios en nombre de sus raquíticos pueblos y, rendidos a sus pies, posan para las sesiones fotográficas. Regresan a sus países a proseguir su saqueo seguidos de grupúsculos de fanáticos que los endiosaron gracias a su histrionismo, mitomanía, cleptocracia, dotes de ilusionistas de tres al cuarto.
El enjambre de corruptos que ha asolado varios países de América, en el reciente decenio, encarnan la corrupción de alma y cuerpo. Su castigo es que no se percatan de sus propias inmundicias. Jamás se arrogan sus latrocinios. Menos los de sus disminuidos cerebros y corazones. Y levantan el pulgar derecho acusando de sus depravaciones a quienes le salieron al paso, y se irguieron como gobernantes capaces de develar sus falacias y ejercer el poder como sinónimo de servicio. Los cleptócratas no actúan solos. Moldean un álter ego a su imagen y semejanza, él organiza sus memorables latrocinios.
“Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,/ Qué grande eres mi Dios,/ Eres tan grande/ que no eres sino Idea/ Dios no existente, pues si Tú existieras/ existiría yo también de veras”. Estas líneas de Unamuno definen y contienen la maravilla de buscar qué es la vida.
Columnista invitado