En mayo del 2011 Philip Alston, el entonces Relator Especial sobre ejecuciones extrajudiciales de NN.UU., publicó un informe sobre su visita a nuestro país.
Alston, quien reconoció los esfuerzos del Estado para mejorar el sistema de justicia y la investigación de delitos contra la vida, identificó que existía un grave problema de impunidad, causa importante y factor agravante de todos los tipos de homicidios. Impunidad resultada de policías y fiscales sin formación y recursos; testigos que no colaboran; tribunales lentos, amenazas y corrupción, que distorsionan a una justicia que actúa “en favor de los violentos, los ricos y los poderosos”. Un durísimo diagnóstico que, entre otros, sirvió para justificar la famosa “metida de mano” en la justicia.
Siete años más tarde, y millones de dólares de por medio, es posible identificar importantes cambios, toda la información oficial da a conocer números positivos en todos los rubros, excepto en lo que se refiere a la independencia judicial. Sin embargo, de manera esporádica se llega a conocer hechos que ponen en evidencia que los problemas persisten, en particular cuando no está de por medio influencia, notoriedad o poder.
El 7 de noviembre se encontró un cadáver desmembrado y sin cabeza en Guápulo. Los primeros días no pasó de ser una nota secundaria en la prensa. Fiscales y policías asumieron que era un indigente, que nadie reclamaría, una muerte violenta que no llamaba la atención, y que quedarían archivadas bajo la carátula de “indeterminada”. Las instituciones responsables no realizaron ninguna acción concreta para conocer su identidad o recoger evidencias básicas, se acumularon omisiones en esos primeros momentos esenciales en cualquier investigación criminal. Días más tarde, el cuerpo se identificó gracias a un tatuaje con alto valor simbólico. Era Samuel Chambers, un ser especial, único, como lo describen amigos y familiares, los que en medio de su dolor descubrieron con estupor la desidia e incompetencia de las autoridades a cargo del caso. Movidos por el amor y la indignación decidieron reclamar y el sistema ha empezado a funcionar lentamente.
Investigar, dice la CIDH, es una obligación, que debe ser asumida por el Estado como un deber jurídico y no como una formalidad condenada al fracaso, o una mera gestión de intereses particulares que dependa de la iniciativa de las víctimas o de sus familiares, o de la aportación privada. Por ello, cualquier omisión o error al investigar las causas de una muerte y sus responsables materiales o intelectuales, conlleva el incumplimiento de la obligación de proteger y garantizar el derecho a la vida.
Samuel, sin importar cómo llevaba su vida, no merecía morir de esa forma, ni tampoco como se trató inicialmente su muerte. El mejor homenaje a su memoria es agotar todos los recursos para descubrir qué y quiénes causaron su muerte y defender el derecho de toda persona a vivir en coherencia con sus convicciones.